(La Vega, 1909 - Santo Domingo, 2001) Político y escritor dominicano. Cuando Trujillo alcanzó la presidencia del país en 1930, Bosch fue acusado de conspiración contra el nuevo régimen y pasó algún tiempo encarcelado. Recuperada la libertad, ingresó como empleado en la Oficina Nacional de Estadística, pero en 1937 renunció a su puesto y abandonó la República Dominicana para instalarse en Puerto Rico.
Juan Bosch
Allí se unió a la lucha antitrujillista y junto a otros
exiliados fundó el Partido Revolucionario Dominicano (PRD) en 1939. Viajó a
Cuba y en la isla desarrolló una actividad política de gran relevancia que le
llevó a ocupar el cargo de secretario particular del presidente Prío Socarrás.
Cuando en 1959 la revolución castrista llegó a La Habana, Bosch abandonó Cuba y
se instaló en Costa Rica.
Confirmado el asesinato del dictador Trujillo en una
emboscada, Bosch regresó a su país en octubre de 1961 y dedicó sus esfuerzos a
impulsar el desarrollo del Partido Revolucionario Dominicano, con el que acudió
a la cita electoral de 1962 y consiguió proclamarse presidente de la República.
Tomó posesión de la más alta magistratura del país el 27 de febrero de 1963 y,
con el apoyo del Partido Comunista, abrazó un ambicioso programa de reformas.
La Iglesia y la embajada de Estados Unidos encabezaron entonces una dura
campaña de oposición a su programa que, siete meses después, provocó la caída
de Bosch y la asunción del poder por parte de un triunvirato militar.
Deportado a Puerto Rico, mantuvo contacto permanente con las
fuerzas políticas de su partido y buscó apoyo militar en los sectores jóvenes
del ejército para orquestar un movimiento armado contra el gobierno golpista
dirigido por Reid Cabral. El levantamiento en los cuarteles se transformó el 24
de abril de 1965 en una revuelta popular que provocó la inmediata intervención
militar de los Estados Unidos. La contienda, en la que perdieron la vida más de
cinco mil dominicanos, terminó con un acuerdo negociado que instauró en el
Palacio Nacional al gobierno provisional de García Godoy en septiembre de aquel
mismo año.
En 1966, Bosch volvió a presentarse a las elecciones
presidenciales, pero cayó derrotado ante Joaquín Balaguer. Al iniciarse la
década de 1970, retomó la iniciativa política con la fundación del Partido de
la Liberación Dominicana (PLD), formación de inspiración marxista con la que
acudió a las citas electorales de 1978, en las que apenas consiguió respaldo
popular, y de 1982, año en el que obtuvo seis diputados en el parlamento
dominicano y el control municipal en más de veinte ayuntamientos del país. Los
comicios de 1986 significaron un nuevo espaldarazo para Bosch y su partido
contabilizó 16 escaños, aunque la victoria cayó nuevamente del lado de su viejo
enemigo político y líder del Partido Reformista, Joaquín Balaguer.
Cuatro años más tarde, ambos adversarios volvieron a
competir en las urnas para ocupar el Palacio Nacional y, una vez más, Bosch
quedó apartado de la presidencia en un proceso marcado por las irregularidades.
Su último intento de tomar el poder llegó en 1994 y fracasó de nuevo en unos
comicios que los observadores internacionales denunciaron como fraudulentos. La
crisis política desatada tras las elecciones provocó una reforma constitucional
que limitaba a dos años el nuevo mandato de Balaguer y prohibía expresamente la
reelección presidencial.
Juan Bosch fue un apasionado de las letras desde su juventud
y cultivó la disciplina literaria en forma de cuentos y relatos breves para
introducirse, después, en el género de la novela. Su abundante obra, escrita
dentro y fuera del país, recoge entre otros asuntos la realidad sociocultural
de los campos dominicanos, sus conflictos y sus luchas.
Bosch es autor de la novela criolla La mañosa (1936), de
ambientación rural, pero se destaca especialmente como autor de los relatos
brevesCamino real (1933), Indios (1935), Dos pesos de agua(1941), Ocho cuentos
(1947), La muchacha de la Guaira (1955), Cuentos escritos en el exilio y
apuntes sobre el arte de escribir cuentos (1962) y Más cuentos escritos en
exilio (1966). Entre sus obras históricas y políticas destacan títulos como
Trujillo: causas de una tiranía sin ejemplo
(1961), Composición social dominicana (1978) y La guerra de
la Restauración(1982), entre otros.
La mujer
Juan Bosch
La carretera está muerta. Nadie ni nada la resucitará. Larga, infinitamente larga, ni en la piel gris se le ve vida. El sol la mató; el sol de acero, de tan candente al rojo, un rojo que se hizo blanco. Tornose luego transparente el acero blanco, y sigue ahí, sobre el lomo de la carretera.
Debe hacer muchos siglos de su muerte. La desenterraron hombres con picos y palas. Cantaban y picaban; algunos había, sin embargo, que ni cantaban ni picaban. Fue muy largo todo aquello. Se veía que venían de lejos: sudaban, hedían. De tarde el acero blanco se volvía rojo; entonces en los ojos de los hombres que desenterraban la carretera se agitaba una hoguera pequeñita, detrás de las pupilas.
La muerta atravesaba sabanas y lomas y los vientos traían polvo sobre ella. Después aquel polvo murió también y se posó en la piel gris.
A los lados hay arbustos espinosos. Muchas veces la vista se enferma de tanta amplitud. Pero las planicies están peladas. Pajonales, a distancia. Tal vez aves rapaces coronen cactos. Y los cactos están allá, más lejos, embutidos en el acero blanco.
También hay bohíos, casi todos bajos y hechos con barro. Algunos están pintados de blanco y no se ven bajo el sol. Sólo se destaca el techo grueso, seco, ansioso de quemarse día a día. Las cañas dieron esas techumbres por las que nunca rueda agua.
La carretera muerta, totalmente muerta, está ahí, desenterrada, gris. La mujer se veía, primero, como un punto negro, después, como una piedra que hubieran dejado sobre la momia larga. Estaba allí tirada sin que la brisa le moviera los harapos. No la quemaba el sol; tan sólo sentía dolor por los gritos del niño. El niño era de bronce, pequeñín, con los ojos llenos de luz, y se agarraba a la madre tratando de tirar de ella con sus manecitas. Pronto iba la carretera a quemar el cuerpo, las rodillas por lo menos, de aquella criatura desnuda y gritona.
La casa estaba allí cerca, pero no podía verse.
A medida que se avanzaba crecía aquello que parecía una piedra tirada en medio de la gran carretera muerta. Crecía, y Quico se dijo: "Un becerro, sin duda, estropeado por un auto".
Tendió la vista: la planicie, la sabana. Una colina lejana, con pajonales, como si fuera esa colina sólo un montoncito de arena apilada por los vientos. El cauce de un río; las fauces secas de la tierra que tuvo agua mil años antes de hoy. Se resquebrajaba la planicie dorada bajo el pesado acero transparente. Y los cactos, los cactos coronados de aves rapaces.
Más cerca ya, Quico vio que era persona. Oyó distintamente los gritos del niño.
El marido le había pegado. Por la única habitación del bohío, caliente como horno, la persiguió, tirándole de los cabellos y machacándole la cabeza a puñetazos.
-¡Hija de mala madre! ¡Hija de mala madre! ¡Te voy a matar como a una perra, desvergonsá!
-Pero si nadie pasó, Chepe: nadie pasó -quería ella explicar.
-¿Que no? ¡Ahora verás!
Y volvía a golpearla.
El niño se agarraba a las piernas de su papá, no sabía hablar aún y pretendía evitarlo. Él veía la mujer sangrando por la nariz. La sangre no le daba miedo, no, solamente deseos de llorar, de gritar mucho. De seguro mamá moriría si seguía sangrando.
Todo fue porque la mujer no vendió la leche de cabra, como él se lo mandara; al volver de las lomas, cuatro días después, no halló el dinero. Ella contó que se había cortado la leche; la verdad es que la bebió el niño. Prefirió no tener unas monedas a que la criatura sufriera hambre tanto tiempo.
Le dijo después que se marchara con su hijo:
-¡Te mataré si vuelves a esta casa!
La mujer estaba tirada en el piso de tierra; sangraba mucho y nada oía. Chepe, frenético, la arrastró hasta la carretera. Y se quedó allí, como muerta, sobre el lomo de la gran momia.
Quico tenía agua para dos días más de camino, pero la gastó en rociar la frente de la mujer. La llevó hasta el bohío, dándole el brazo, y pensó en romper su camisa listada para limpiarla de sangre. Chepe entró por el patio.
-¡Te dije que no quería verte má aquí, condená!
Parece que no había visto al extraño. Aquel acero blanco, transparente, le había vuelto fiera, de seguro. El pelo era estopa y las córneas estaban rojas.
Quico le llamó la atención; pero él, medio loco, amenazó de nuevo a su víctima. Iba a pegarle ya. Entonces fue cuando se entabló la lucha entre los dos hombres.
El niño pequeñín comenzó a gritar otra vez; ahora se envolvía en la falda de su mamá.
La lucha era como una canción silenciosa. No decían palabra. Sólo se oían los gritos del muchacho y las pisadas violentas.
La mujer vio cómo Quico ahogaba a Chepe: tenía los dedos engarfiados en el pescuezo de su marido. Éste comenzó por cerrar los ojos; abría la boca y le subía la sangre al rostro.
Ella no supo qué sucedió, pero cerca, junto a la puerta, estaba la piedra; una piedra como lava, rugosa, casi negra, pesada. Sintió que le nacía una fuerza brutal. La alzó. Sonó seco el golpe. Quico soltó el pescuezo del otro, luego dobló las rodillas, después abrió los brazos con amplitud y cayó de espaldas, sin quejarse, sin hacer un esfuerzo.
La tierra del piso absorbía aquella sangre tan roja, tan abundante. Chepe veía la luz brillar en ella.
La mujer tenía las manos crispadas sobre la cara, todo el pelo suelto y los ojos pugnando por saltar. Corrió. Sentía flojedad en las coyunturas. Quería ver si alguien venía. Pero sobre la gran carretera muerta, totalmente muerta, sólo estaba el sol que la mató. Allá, al final de la planicie, la colina de arenas que amontonaron los vientos. Y cactos embutidos en el acero.
FIN
Los amos
[Cuento. Texto completo.]
Juan Bosch
Cuando ya Cristino no servía ni para ordeñar una vaca, don
Pío lo llamó y le dijo que iba a hacerle un regalo.
-Le voy a dar medio peso para el camino. Usté esta muy mal y
no puede seguir trabajando. Si se mejora, vuelva.
Cristino extendió una mano amarilla, que le temblaba.
-Mucha gracia, don. Quisiera coger el camino ya, pero tengo
calentura.
-Puede quedarse aquí esta noche, si quiere, y hasta hacerse
una tisana de cabrita. Eso es bueno.
Cristino se había quitado el sombrero, y el pelo abundante,
largo y negro le caía sobre el pescuezo. La barba escasa parecía ensuciarle el
rostro, de pómulos salientes.
-Ta bien, don Pío -dijo-; que Dio se lo pague.
Bajó lentamente los escalones, mientras se cubría de nuevo
la cabeza con el viejo sombrero de fieltro negro. Al llegar al último escalón
se detuvo un rato y se puso a mirar las vacas y los críos.
-Que animao ta el becerrito -comentó en voz baja.
Se trataba de uno que él había curado días antes. Había tenido
gusanos en el ombligo y ahora correteaba y saltaba alegremente.
Don Pío salió a la galería y también se detuvo a ver las
reses. Don Pío era bajo, rechoncho, de ojos pequeños y rápidos. Cristino tenía
tres años trabajando con él. Le pagaba un peso semanal por el ordeño, que se
hacía de madrugada, las atenciones de la casa y el cuido de los terneros. Le
había salido trabajador y tranquilo aquel hombre, pero había enfermado y don
Pío no quería mantener gente enferma en su casa.
Don Pío tendió la vista. A la distancia estaban los
matorrales que cubrían el paso del arroyo, y sobre los matorrales, las nubes de
mosquitos. Don Pío había mandado poner tela metálica en todas las puertas y
ventanas de la casa, pero el rancho de los peones no tenía ni puertas ni ventanas;
no tenía ni siquiera setos. Cristino se movió allá abajo, en el primer escalón,
y don Pío quiso hacerle una última recomendación.
-Cuando llegue a su casa póngase en cura, Cristino.
-Ah, sí, cómo no, don. Mucha gracia -oyó responder.
El sol hervía en cada diminuta hoja de la sabana. Desde las
lomas de Terrero hasta las de San Francisco, perdidas hacia el norte, todo
fulgía bajo el sol. Al borde de los potreros, bien lejos, había dos vacas.
Apenas se las distinguía, pero Cristino conocía una por una todas las reses.
-Vea, don -dijo- aquella pinta que se aguaita allá debe
haber parío anoche o por la mañana, porque no le veo barriga.
Don Pío caminó
arriba.
-¿Usté cree, Cristino? Yo no la veo bien.
-Arrímese pa aquel lao y la verá.
Cristino tenía frío y la cabeza empezaba a dolerle, pero
siguió con la vista al animal.
-Dese una caminata y me la arrea, Cristino -oyó decir a don
Pío.
-Yo fuera a buscarla, pero me toy sintiendo mal.
-¿La calentura?
-Unjú, me ta subiendo.
-Eso no hace. Ya usté está acostumbrado, Cristino. Vaya y
tráigamela.
Cristino se sujetaba el pecho con los dos brazos
descarnados. Sentía que el frío iba dominándolo. Levantaba la frente. Todo
aquel sol, el becerrito...
-¿Va a traérmela? -insistió la voz.
Con todo ese sol y las piernas temblándole, y los pies
descalzos llenos de polvo.
-¿Va a buscármela, Cristino?
Tenía que responder, pero la lengua le pesaba. Se apretaba
más los brazos sobre el pecho. Vestía una camisa de listado sucia y de tela tan
delgada que no le abrigaba.
Resonaron pisadas arriba y Cristino pensó que don Pío iba a
bajar. Eso asustó a Cristino.
-Ello sí, don -dijo-: voy a dir. Deje que se me pase el
frío.
-Con el sol se le quita. Hágame el favor, Cristino. Mire que
esa vaca se me va y puedo perder el becerro.
Cristino seguía temblando, pero comenzó a ponerse de pie.
-Si: ya voy, don -dijo.
-Cogió ahora por la vuelta del arroyo -explicó desde la
galería don Pío.
Paso a paso, con los brazos sobre el pecho, encorvado para
no perder calor, el peón empezó a cruzar la sabana. Don Pío lo veía de
espaldas. Una mujer se deslizó por la galería y se puso junto a don Pío.
-¡Qué día tan bonito, Pío! -comentó con voz cantarina.
El hombre no contestó. Señaló hacia Cristino, que se alejaba
con paso torpe como si fuera tropezando.
-No quería ir a buscarme la vaca pinta, que parió anoche. Y
ahorita mismo le di medio peso para el camino.
Calló medio minuto y miró a la mujer, que parecía demandar
una explicación.
-Malagradecidos que son, Herminia -dijo-. De nada vale
tratarlos bien.
Ella asintió con la mirada.
-Te lo he dicho mil veces, Pío -comentó. Y ambos se quedaron
mirando a Cristino, que ya era apenas una mancha sobre el verde de la sabana
La Nochebuena de Encarnación Mendoza
[Cuento. Texto completo.]
Juan Bosch
Con su sensible ojo de prófugo Encarnación Mendoza había
distinguido el perfil de un árbol a veinte pasos, razón por la cual pensó que
la noche iba a decaer. Anduvo acertado en su cálculo; donde empezó a
equivocarse fue al sacar conclusiones de esa observación. Pues como el día se
acercaba era de rigor buscar escondite, y él se preguntaba si debía internarse
en los cerros que tenía a su derecha o en el cañaveral que le quedaba a la
izquierda. Para su desgracia, escogió el cañaveral. Hora y media más tarde el
sol del día 24 alumbraba los campos y calentaba ligeramente a Encarnación
Mendoza, que yacía bocarriba tendido sobre hojas de caña.
A las siete de la mañana los hechos parecían estar
sucediéndose tal como había pensado el fugitivo; nadie había pasado por las
trochas cercanas. Por otra parte la brisa era fresca y tal vez llovería, como
casi todos los años en Nochebuena. Y aunque no lloviera los hombres no saldrían
de la bodega, donde estarían desde temprano consumiendo ron, hablando a gritos
y tratando de alegrarse como lo mandaba la costumbre. En cambio, de haber
tirado hacia los cerros no podría sentirse tan seguro. Él conocía bien el
lugar; las familias que vivían en las hondonadas producían leña, yuca y algún
maíz. Si cualquiera de los hombres que habitaban los bohíos de por allí bajaba
aquel día para vender bastimentos en la bodega del batey y acertaba a verlo,
estaba perdido. En leguas a la redonda no había quién se atreviera a silenciar
el encuentro. Jamás sería perdonado el que encubriera a Encarnación Mendoza: y
aunque no se hablaba del asunto todos los vecinos de la comarca sabían que
aquel que le viera debía dar cuenta inmediata al puesto de guardia más cercano.
Empezaba a sentirse tranquilo Encarnación Mendoza, porque
tenía la seguridad de que había escogido el mejor lugar para esconderse durante
el día, cuando comenzó el destino a jugar en su contra.
Pues a esa hora la madre de Mundito pensaba igual que el
prófugo: nadie pasaría por las trochas en la mañana, y si Mundito apuraba el
paso haría el viaje a la bodega antes de que comenzaran a transitar los caminos
los habituales borrachos del día de Nochebuena. La madre de Mundito tenía unos
cuantos centavos que había ido guardando de lo poco que cobraba lavando ropa y
revendiendo gallinas en el cruce de la carretera, que le quedaba al poniente, a
casi medio día de marcha. Con esos centavos podía mandar a Mundito a la bodega
para que comprara harina, bacalao y algo de manteca. Aunque lo hiciera
pobremente, quería celebrar la Nochebuena con sus seis pequeños hijos, siquiera
fuera comiendo frituras de bacalao.
El caserío donde ellos vivían -del lado de los cerros, en el
camino que dividía los cañaverales de las tierras incultas- tendría catorce o
quince malas viviendas, la mayor parte techadas de yaguas. Al salir de la suya,
con el encargo de ir a la bodega, Mundito se detuvo un momento en medio del
barro seco por donde en los días de zafra transitaban las carretas cargadas de
caña. Era largo el trayecto hasta la bodega. El cielo se veía claro, radiante
de luz que se esparcía sobre el horizonte de cogollos de caña; era grata la
brisa y dulcemente triste el silencio. ¿Por qué ir solo, aburriéndose de
caminar por trochas siempre iguales? Durante diez segundos Mundito pensó entrar
al bohío vecino, donde seis semanas antes una perra negra había parido seis
cachorros. Los dueños del animal habían regalado cinco, pero quedaba uno “para
amamantar a madre”, y en él había puesto Mundito todo el interés que la falta
de ternura había acumulado en su pequeña alma. Con sus nueve años cargados de
precoz sabiduría, el niño era consciente de que si llevaba al cachorrillo
tendría que cargarlo casi todo el tiempo, porque no podría hacer tanta distancia
por sí solo. Mundito sentía que esa idea casi le autorizaba a disponer del
perrito. De súbito, sin pensarlo más, corrió hacia la casucha gritando:
-¡Doña Ofelia, emprésteme a Azabache, que lo voy a llevar
allí!
Oyénranle o no, ya él había pedido autorización, y eso
bastaba. Entró como un torbellino, tomó el animalejo en brazos y salió
corriendo, a toda marcha, hasta que se perdió a lo lejos. Y así empezó el
destino a jugar en los planes de Encarnación Mendoza.
Porque ocurrió que cuando, poco antes de las nueve, el niño
Mundito pasaba frente al tablón de caña donde estaba escondido el fugitivo,
cansado, o simplemente movido por esa especie de indiferencia por lo actual y
curiosidad por lo inmediato que es privilegio de los animales pequeños,
Azabache se metió en el cañaveral. Encarnación Mendoza oyó la voz del niño
ordenando al perrito que se detuviera. Durante un segundo temió que el muchacho
fuera la avanzada de algún grupo. Estaba clara la mañana. Con su agudo ojo de
prófugo él podía ver hasta dónde se lo permitía el barullo de tallos y hojas.
Allí, al alcance de su mirada, estaba el niño. Encarnación Mendoza no tenía
pelo de tonto. Rápidamente calculó que si lo hallaban atisbando era hombre
perdido; lo mejor sería hacerse el dormido, dando la espalda al lado por dónde
sentía el ruido. Para mayor seguridad, se cubrió la cara con el sombrero.
El negro cachorrillo correteó; jugando con las hojas de
caña, pretendiendo saltar, torpe de movimientos, y cuando vio al fugitivo
echado empezó a soltar diminutos y graciosos ladridos. Llamándolo a voces y
gateando para avanzar, Mundito iba acercándose cuando de pronto quedó
paralizado: había visto al hombre. Pero para él no era simplemente un hombre
sino algo imponente y terrible; era un cadáver. De otra manera no sé explicaba
su presencia allí y mucho menos su postura. El terror le dejó frío. En el
primer momento pensó huir, y hacerlo en silencio para que el cadáver no se
diera cuenta. Pero le parecía un crimen dejar a Azabache abandonado, expuesto
al peligro de que el muerto se molestara con sus ladridos y lo reventara
apretándolo con las manos. Incapaz de irse sin el animalito e incapaz de
quedarse allí, el niño sentía que desfallecía. Sin intervención de su voluntad
levantó una mano, fijó la mirada en el difunto, temblando mientras el perrillo
reculaba y lanzaba sus pequeños ladridos. Mundito estaba seguro de que el
cadáver iba a levantarse de momento. En su miedo, pretendió adelantarse al
muerto: pegó un saltó sobre el cachorrillo, al cual agarró con nerviosa violencia
por el pescuezo, y a seguidas, cabeceando contra las cañas, cortándose el
rostro y las manos, impulsado por el terror, ahogándose, echó a correr hacia la
bodega. Al llegar allí, a punto de desfallecer por el esfuerzo y el pavor,
gritó señalando hacia el lejano lugar de su aventura:
-¡En la Colonia Adela hay un hombre muerto!
A lo que un vozarrón áspero respondió gritando:
-¿Qué tá diciendo ese muchacho?
Y como era la voz del sargento Rey, jefe de puesto del
Central, obtuvo el mayor interés de parte de los presentes así como los datos
que solicitó del muchacho. El día de Nochebuena no podía contarse con el juez
de La Romana para hacer el levantamiento del cadáver, pues debía andar por la
Capital disfrutando sus vacaciones de fin de año. Pero el sargento era
expeditivo; quince minutos después de haber oído a Mundito el sargento Rey iba
con dos números y diez o doce curiosos hacia el sitio donde yacía el presunto
cadáver. Eso no había entrado en los planes de Encarnación Mendoza.
El propósito de Encarnación Mendoza era pasar la Nochebuena
con su mujer y sus hijos. Escondiéndose de día y caminando de noche había
recorrido leguas y leguas, desde las primeras estribaciones de la Cordillera,
en la provincia del Seybo, rehuyendo todo encuentro y esquivando bohíos,
corrales y cortes de árboles o quemas de tierras. En toda la región se sabía
que él había dado muerte al cabo Pomares, y nadie ignoraba que era hombre
condenado donde se le encontrara. No debía dejarse ver de persona alguna,
excepto de Nina y de sus hijos. Y los vería sólo una hora o dos, durante la
Nochebuena. Tenía ya seis meses huyendo, pues fue el día de San Juan cuando
ocurrieron los hechos que le costaron la vida al cabo Pomares.
Necesariamente debía ver a su mujer y a sus hijos. Era un impulso
bestial el que le empujaba a ir, una fuerza ciega a la cual no podía resistir.
Con todo y ser tan limpio de sentimientos, Encarnación Mendoza comprendía que
con el deseos de abrazar a su mujer y de contarles un cuento a los niños iba
confundida una sombra de celos. Pero además necesitaba ver la casucha, la luz
de lámpara iluminando la habitación donde se reunían cuando él volvía del
trabajo y los muchachos le rodeaban para que él los hiciera reír con sus
ocurrencias. El cuerpo le pedía ver hasta el sucio camino, que se hacía lodazal
en los tiempos de lluvia. Tenía que ir o se moriría de una pena tremenda.
Encarnación Mendoza estaba acostumbrado a hacer lo que
deseaba; nunca deseaba nada malo, y se respetaba a sí mismo. Por respeto a sí
mismo sucedió lo del día de San Juan, cuando el cabo Pomares le faltó pegándole
en la cara, a él, que por no ofender no bebía y que no tenía más afán que su
familia. Sucediera lo que sucediera, y aunque el mismo Diablo hiciera
oposición, Encarnación Mendoza pasaría la Nochebuena en su bohío. Solo imaginar
que Nina y los muchachos estarían tristes, sin un peso para celebrar la fiesta,
tal vez llorando por él, le partía el alma y le hacía maldecir de dolor.
Pero el plan se había enredado algo. Era cosa de ponerse a
pensar si el muchacho hablaría o se quedaría callado. Se había ido corriendo, a
lo que pudo colegir Encarnación por la rapidez de los pasos, y tal vez pensó
que se trataba de un peón dormido. Acaso hubiera sido prudente alejarse de
allí, meterse en otro tablón de caña. Sin embargo, valía la pena pensarlo dos
veces, porque si tenía la fatalidad de que alguien pasara por la trocha de ida
o de vuelta, y le veía cruzando camino y le reconocía, era hombre perdido. No
debía precipitarse; ahí, por de pronto, estaba seguro. A las nueve de la noche
podría salir; caminar con cautela orillando los cerros, y estaría en su casa a
las once, tal vez a las once y un cuarto. Sabía lo que iba a hacer; llamaría
por la ventana de la habitación en voz baja y le diría a Nina que abriera, que
era él, su marido. Ya le parecía estar viendo a Nina con su negro pelo caído
sobre las mejillas, los ojos oscuros y brillantes, la boca carnosa, la barbilla
saliente. Ese momento de la llegada era la razón de ser de su vida; no podía
arriesgarse a ser cogido antes. Cambiar de tablón en pleno día era correr
riesgo. Lo mejor sería descansar, dormir...
Despertó al tropel de pasos y a la voz del niño que decía:
-Taba ahí, sargento.
-¿Pero en cuál tablón; en ése o en el de allá?
-En ése -aseguró el niño.
“En ése” podía significar que el muchacho estaba señalando
hacia el que ocupaba Encarnación, hacia uno vecino o hacia el de enfrente.
Porque a juzgar por las voces el niño y el sargento se hallaban en la trocha,
tal vez en un punto intermedio entre varios tablones de caña. Dependía de hacia
dónde estaba señalando el niño cuando decía “ése”. La situación era realmente
grave, porque de lo que no había duda era de que ya había gente localizando al
fugitivo. El momento, pues, no era de dudar, sino de actuar. Rápido en la
decisión, Encarnación Mendoza comenzó a gatear con suma cautela, cuidándose de
que el ruido que pudiera hacer se confundiera con el de las hojas del cañaveral
batidas por la brisa. Había que salir de allí pronto, sin perder un minuto. Oyó
la áspera voz del sargento:
-¡Métase por ahí, Nemesio, que yo voy por aquí! ¡Usté,
Solito, quédese por aquí!
Se oían murmullos y comentarios. Mientras se alejaba,
agachado, con paso felino, Encarnación podía colegir que había varios hombres
en el grupo que le buscaba. Sin duda las cosas estaban poniéndose feas.
Feas para él y feas para el muchacho, quienquiera que fuese.
Porque cuando el sargento Rey y el número Nemesio Arroyo recorrieron el tablón
de caña en que se habían metido, maltratando los tallos más tiernos y
cortándose las manos y los brazos, y no vieron cadáver alguno, empezaron a
creer que era broma lo del hombre muerto en la Colonia Adela.
-¿Tú ta seguro que fue aquí, muchacho? -preguntó el
sargento.
-Sí, aquí era -afirmó Mundito, bastante asustado ya.
-Son cosa de muchacho, sargento; ahí no hay nadie -terció el
número Arroyo.
El sargento clavó en el niño una mirada fija, escalofriante,
que lo llenó de pavor.
-Mire, yo venía por aquí con Azabache -empezó a explicar
Mundito- y lo diba corriendo asina -lo cual dijo al tiempo que ponía el perrito
en el suelo-, y él cogió y se metió ahí.
Pero el número Solito Ruiz interrumpió la escenificación de
Mundito preguntando:
-¿Cómo era el muerto?
-Yo no le vide la cara -dijo el niño, temblando de miedo-;
solamente le vide la ropa. Tenía un sombrero en la cara. Taba asina, de lao...
-¿De qué color era el pantalón? -inquirió el sargento.
-Azul, y la camisa como amarilla, y tenía un sombrero negro
encima de la cara...
Pero el pobre Mundito apenas podía hablar; se hallaba
aterrorizado, con ganas de llorar. A su infantil idea de las cosas, el muerto
se había ido de allí sólo para vengarse de su denuncia y hacerlo quedar como un
mentiroso. Seguramente en la noche le saldría en la casa y lo perseguiría toda
a vida.
De todas maneras, supiéralo o no Mundito en ese tablón de
cañas no darían con el cadáver. Encarnación Mendoza había cruzado con
sorprendente celeridad hacia otro tablón, y después hacia otro más; y ya iba
atravesando la trocha para meterse en un tercero cuando el niño, despachado por
el sargento, pasaba corriendo con el perrillo bajo el brazo. Su miedo lo paró
en seco al ver el torso y una pierna del difunto que entraban en el cañaveral.
No podía ser otro, dado que la ropa era la que había visto por la mañana.
-¡Ta aquí, sargento; ta aquí! -gritó señalando hacia el
punto por donde se había perdido el fugitivo-. ¡Dentró ahí!
Y como tenía mucho miedo siguió su carrera hacia su casa,
ahogándose, lleno de lástima consigo mismo por el lío en qué sé había metido.
El sargento, y con él los soldados y curiosos que le acompañaban, se había
vuelto al oír la voz del chiquillo.
-Cosa de muchacho -dijo calmosamente Nemesio Arroyo.
Pero el sargento, viejo en su oficio, era suspicaz:
-Vea, algo hay. ¡Rodiemo ese tablón di una ve!-gritó.
Y así empezó la cacería, sin qué los cazadores supieran qué
pieza perseguían.
Era poco más de media mañana. Repartidos en grupos, cada
militar iba seguido de tres o cuatro peones, buscando aquí y allá, corriendo
por las trochas, todos un poco bebidos y todos excitados. Lentamente, las
pequeñas nubes azul oscuro que descansaban al ras del horizonte empezaron a
crecer y a ascender cielo arriba. Encarnación Mendoza sabía ya que estaba más o
menos cercado. Sólo que a diferencia de sus perseguidores -que ignoraban a
quién buscaban-, él pensaba que el registro del cañaveral obedecía al propósito
de echarle mano y cobrarle lo ocurrido el día de San Juan.
Sin saber a ciencia cierta dónde estaban los soldados, el
fugitivo se atenía a su instinto y a su voluntad de escapar; y se corría de un
tablón a otro, esquivando el encuentro con los soldados. Estaba ya a tanta
distancia de ellos que si se hubiera quedado tranquilo hubiese podido esperar
hasta el oscurecer sin peligro de ser localizado. Pero no se hallaba seguro y
seguía pasando de tablón a tablón. Al cruzar una trocha fue visto de lejos, y
una voz proclamó a todo pulmón:
-¡Allá va, sargento, allá va; y se parece a Encarnación
Mendoza!
¡Encarnación Mendoza! De golpe todo el mundo quedó
paralizado. ¡Encarnación Mendoza!
-¡Vengan! -demandó el sargento a gritos; y a seguidas echó a
correr, el revólver en la mano, hacia donde señalaba el peón que había visto el
prófugo.
Era ya cerca de mediodía, y aunque los crecientes nubarrones
convertían en sofocante y caluroso el ambiente, los cazadores del hombre apenas
lo notaban; corrían y corrían, pegando voces, zigzagueando, disparando sobre
las cañas. Encarnación se dejó ver sobre una trocha distante, sólo un momento,
huyendo con la velocidad de una sombra fugaz, y no dio tiempo al número Solito
Ruiz para apuntarle su fusil.
-¡Que vaya uno al batey y diga de mi parte que me manden do
número! -ordenó a gritos el sargento.
Nerviosos, excitados, respirando sonoramente y tratando de
mirar hacia todos los ángulos a un tiempo, los perseguidores corrían de un
lacia a otro dándose voces entre sí, recomendándose prudencia cuando alguno
amagaba meterse entre las cañas.
Pasó el mediodía. Llegaron no dos, sino tres números y como
nueve o diez peones más; se dispersaron en grupos y la cacería se extendió a
varios tablones. A la distancia se veían pasar de pronto un soldado y cuatro o
cinco peones, lo cual entorpecía los movimientos, pues era arriesgado tirar si
gente amiga estaba al otro extremo. Del batey iban saliendo hombres y hasta
alguna mujer; y en la bodega no quedó sino el dependiente, preguntando a todo
hijo de Dios que cruzaba si “ya lo habían cogido”.
Encarnación Mendoza no era hombre fácil. Pero a eso de las
tres, en el camino que dividía el cañaveral de los cerros, esto es, a más de
dos horas del batey, un tiro certero le rompió la columna vertebral al tiempo
que cruzaba para internarse en la realeza. Se revolcaba en la tierra, manando
sangre, cuando recibió catorce tiros más, pues los soldados iban disparándole a
medida que se acercaban. Y justamente entonces empezaban a caer las primeras
gotas de la lluvia que había comenzado a insinuarse a media mañana.
Estaba muerto Encarnación Mendoza. Conservaba las líneas del
rostro, aunque tenía los dientes destrozados por un balazo de máuser. Era día
de Nochebuena y él había salido de la Cordillera a pasar la Nochebuena en su
casa, no en el batey, vivo o muerto. Comenzaba a llover, y el sargento estaba
pensando algo. Si él sacaba el cadáver a la carretera, que estaba hacia el
poniente, podía llevarlo ese mismo día a Macorís y entregarle ese regalo de
Pascuas al capitán; si lo llevaba al batey tendría que coger allí un tren del
ingenio para ir a la Romana, y como el tren podría tardar mucho en salir
llegaría a la ciudad tarde en la noche, tal vez demasiado tarde para
trasladarse a Macorís. En la carretera las cosas son distintas; pasan con
frecuencia vehículos, él podría detener un automóvil, hacer bajar la gente y
meter el cadáver o subirlo sobre la carga de un camión.
-¡Búsquese un caballo ya memo que vamo a sacar ese vagabundo
a la carretera -dijo dirigiéndose al que tenía más cerca.
No apareció caballo sino burro; y eso, pasadas ya las
cuatro, cuando el aguacero pesado hacía sonar sin descanso los sembrados de
caña. El sargento no quería perder tiempo. Varios peones, estorbándose los unos
a los otros, colocaron el cadáver atravesado sobre el asno y lo amarraron cómo
pudieron. Seguido por dos soldados y tres curiosos a los que escogió para que arrearan
el burro, el sargento ordenó la marcha bajo la lluvia.
No resultó fácil el camino. Tres veces, antes de llegar al
primer caserío, el muerto resbaló y quedó colgado bajo el vientre del asno.
Éste resoplaba y hacía esfuerzos para trotar entre el barro, que ya empezaba a
formarse. Cubiertos sólo con sus sombreros de reglamento al principio, los
soldados echaron mano a pedazos de yaguas, a hojas grandes arrancadas a los
árboles, o se guarecían en el cañaveral de rato en rato, cuando la lluvia arreciaba
más. La lúgubre comitiva anduvo sin cesar la mayor parte del tiempo; en
silencio, la voz de un soldado comentaba:
-Vea ese sinvergüenza.
O simplemente aludía al cabo Pomares, cuya sangre había sido
al fin vengada.
Oscureció del todo, sin duda más temprano que de costumbre
por efectos de la lluvia; y con la oscuridad el camino se hizo más difícil,
razón por la cual la marcha se tornó lenta. Serían más de las siete, y apenas
llovía entonces, cuando uno de los peones dijo:
-Allá se ve una lucecita.
-Sí, del caserío -explicó el sargento; y al instante urdió
un plan del que se sintió enormemente satisfecho. Pues al sargento no le
bastaba la muerte de Encarnación Mendoza. El sargento quería algo más. Así,
cuando un cuarto de hora después se vio frente a la primera casucha del lugar,
ordenó con su áspera voz:
-Desamarren ese muerto y tírenlo ahí adentro, que no podemo
seguir mojándono.
Decía esto cuando la lluvia era tan escasa que parecía a
punto de cesar; y al hablar observaba a los hombres que se afanaban en la tarea
de librar el cadáver de cuerdas. Cuando el cuerpo estuvo suelto llamó a la
puerta de la casucha justo a tiempo para que la mujer que salió a abrir
recibiera sobre los pies, tirado como el de un perro, el cuerpo de Encarnación
Mendoza. El muerto estaba empapado en agua, sangre y lodo, y tenía los dientes
destrozados por un tiro, lo que le daba a su rostro antes sereno y bondadoso la
apariencia de estar haciendo una mueca horrible.
La mujer miró aquella masa inerte; sus ojos cobraron de
golpe la inexpresiva fijeza de la locura; y llevándose una mano a la boca
comenzó a retroceder lentamente, hasta que a tres pasos paró y corrió desolada
sobre el cadáver al tiempo que gritaba:
-¡Hay m'shijo, se han quedao güérfano... han matao a
Encarnación!
Espantados, atropellándose, los niños salieron de la
habitación, lanzándose a las faldas de la madre.
-Entonces se oyó una voz infantil en la que se confundían
llanto y horror:
-¡Mamá, mi mamá!... ¡Ese fue el muerto que yo vide hoy en el
cañaveral!
Dos pesos de agua
Juan Bosch
La vieja Remigia sujeta el aparejo, alza la pequeña cara y
dice:
-Dele ese rial fuerte a las ánimas pa que llueva, Felipa.
Felipa fuma y calla. Al cabo de tanto oír lamentar la sequía
levanta los ojos y recorre el cielo con ellos. Claro, amplio y alto, el cielo
se muestra sin una mancha. Es de una limpieza desesperante.
-Y no se ve nadita de nubes -comenta.
Baja entonces la mirada. Los terrenos pardos se agrietan a
la distancia. Allá, al pie de la loma, un bohío. La gente que vive en él, y en
los otros, y en los más remotos, estará pensando como ella y como la vieja
Remigia. ¡Nada de lluvia en una sarta bien larga de meses!
Los hombres prenden fuego a los pinos de las lomas; el resplandor de los candelazos chamusca las escasas hojas de los maizales; algunas chispas vuelan como pájaros, dejando estelas luminosas, caen y florecen en incendios enormes: todo para que ascienda el humo a los cielos, para que llueva... Y nada. Nada.
Los hombres prenden fuego a los pinos de las lomas; el resplandor de los candelazos chamusca las escasas hojas de los maizales; algunas chispas vuelan como pájaros, dejando estelas luminosas, caen y florecen en incendios enormes: todo para que ascienda el humo a los cielos, para que llueva... Y nada. Nada.
-Nos vamos a acabar, Remigia -dice.
La vieja comenta:
-Pa lo que nos falta.
La sequía había empezado matando la primera cosecha; cuando
se hubo hecho larga y le sacó todo el jugo a la tierra, les cayó encima a los
arroyos; poco a poco los cauces le fueron quedando anchos al agua, las piedras
surgieron cubiertas de lama y los pececillos emigraron corriente abajo.
Infinidad de caños acabaron por agotarse, otros por tornarse lagunas, otros
lodazales.
Sedientos y desesperados, muchos hombres abandonaron los
conucos, aparejaron caballos y se fueron con las familias en busca de lugares
menos áridos.
La vieja Remigia se resistía a salir. Algún día caería el
agua; alguna tarde se cargaría el cielo de nubes; alguna noche rompería el
canto del aguacero sobre el ardido techo de yaguas. Algún día...
Desde que se quedó con el nieto, después que se llevaron al
hijo en una parihuela, la vieja Remigia se hizo huraña y guardadora. Pieza a
pieza fue juntando sus centavos en una higera con ceniza. Los centavos eran de
cobre. Trabajaba en el conuquito, detrás de la casa, sembrando maíz y frijoles.
El maíz lo usaba en engordar los pollos y los cerdos; los frijoles servían para
la comida. Cada dos o tres meses reunía los pollos más gordos y se iba a
venderlos.
Cuando veía un cerdo mantecoso, lo mataba; ella misma detallaba la carne y de las capas extraía la grasa; con ésta y con los chicharrones se iba también al pueblo. Cerraba el bohío, le encarbaba a un vecino que le cuidara lo suyo, montaba el nieto en el potro bayo y lo seguía a pie. En la noche estaba de vuelta.
Cuando veía un cerdo mantecoso, lo mataba; ella misma detallaba la carne y de las capas extraía la grasa; con ésta y con los chicharrones se iba también al pueblo. Cerraba el bohío, le encarbaba a un vecino que le cuidara lo suyo, montaba el nieto en el potro bayo y lo seguía a pie. En la noche estaba de vuelta.
Iba tejiendo su vida así, con el nieto colgado en el
corazón.
-Pa ti trabajo, muchacho -le decía-. No quiero que pases
calores, ni que te vayas a malograr, como tu taita.
El niño la miraba. Nunca se le oía hablar, y aunque apenas
alzaba una vara del suelo, madrugaba con su machete bajo el brazo y el sol le
salía sobre la espalda, limpiando el conuco.
La vieja Remigia tenía sus esperanzas. Veía crecer el maíz,
veía florecer los frijoles; oía el gruñido de sus puercos en la pocilga
cercana; contaba las gallinas al anochecer, cuando subían a los palos. Entre
días descolgaba la higera y sacaba los cobres. Había muchos, llegó también a
haber monedas de plata de todos tamaños.
Con un temblor de novia en la mano, Remigia acariciaba su
dinero y soñaba. Veía al muchacho en tiempo de casarse, bien montado en brioso
caballo alazano, o se lo figuraba tras un mostrador, despachando botellas de
ron, varas de lienzo, libras de azúcar. Sonreía, tornaba a guardar su dinero,
guindaba la higera y se acercaba al nieto, que dormía tranquilo.
Todo iba bien, bien. Pero sin saberse cuándo ni cómo se
presentó aquella sequía. Pasó un mes sin llover, pasaron dos, pasaron tres. Los
hombres que cruzaban por delante de su bohío la saludaban diciendo:
-Tiempo bravo, Remigia.
Ella aprobaba en silencio. Acaso comentaba:
-Prendiendo velas a las ánimas pasa esto.
Pero no llovía. Se consumieron muchas velas y se consumió
también el maíz en sus tallos. Se oían crujir los palos; se veían enflaquecer
los caños de agua; en la pocilga empezó a endurecerse la tierra. A veces se
cargaba el cielo de nubes; allá arriba se apelotonaban manchas grises; bajaban
de las lomas vientos húmedos, que alzaban montones de polvo...
-Esta noche sí llueve, Remigia -aseguraban los hombres que
cruzaban.
-¡Por fin! Va a ser hoy -decía una mujer.
-Ya está casi cayendo -confiaba un negro.
La vieja Remigia se acostaba y rezaba: ofrecía más velas a
las ánimas y esperaba. A veces le parecía sentir el roncar de la lluvia que
descendía de las altas lomas. Se dormía esperanzada; pero el cielo amanecía
limpio como ropa de matrimonio.
Comenzó la desesperación. La gente estaba ya transida y la
propia tierra quemaba como si despidiera llamas. Todos los arroyos cercanos
habían desaparecido; toda la vegetación de las lomas había sido quemada. No se
conseguía comida para los cerdos; los asnos se alejaban en busca de mayas; las
reses se perdían en los recodos, lamiendo raíces de árboles; los muchachos iban
a distancias de medio día a buscar latas de agua; las gallinas se perdían en
los montes, en procura de insectos y semillas.
-Se acaba esto, Remigia. Se acaba -lamentaban las viejas.
Un día, con la fresca del amanecer, pasó Rosendo con la
mujer, los dos hijos, la vaca, el perro y un mulo flaco cargado de trastos.
-Yo no aguanto, Remigia; a este lugar le han hecho mal de
ojo.
Remigia entró en el bohío, buscó dos monedas de cobre y
volvió.
-Tenga; préndamele esto de velas a las ánimas en mi nombre
-recomendó.
Rosendo cogió los cobres, los miró, alzó la cabeza y se
cansó de ver cielo azul.
-Cuando quiera, váyase a Tavera. Nosotros vamos a parar un
rancho allá, y dende agora es suyo.
-Yo me quedo, Rosendo. Esto no puede durar.
Rosendo volvió el rostro. Su mujer y sus hijos se perdían ya
en la distancia. El sol parecía incendiar las lomas remotas.
El muchacho se había puesto tan oscuro como un negro. Un día
se le acercó:
-Mamá, uno de los puerquitos parece muerto.
Remigia se fue a la pocilga. Anhelantes, resecas las
trompas, flacos como alambres, los cerdos gruñían y chillaban. Estaban
apelotonados, y cuando Remigia los espantó vio restos de un animal. Comprendió:
el muerto había alimentado a los vivos. Entonces decidió ir ella misma en busca
de agua para que sus animales resistieran.
Echaba por delante el potro bayo; salía de madrugada y
retornaba a medio día. Incansable, tenaz, silenciosa, Remigia se mantenía sin
una queja. Ya sentía menos peso en la higuera; pero había que seguir
sacrificando algo para que las ánimas tuvieran piedad. El camino hasta el
arroyo más cercano era largo; ella lo hacía a pie, para no cansar la bestia. El
potro bayo tenía las ancas cortantes, el pescuezo flaco, y a veces se le oían
chocar los huesos.
El éxodo seguía. Cada día se cerraba un nuevo bohío. Ya la
tierra parda se resquebrajaba; ya sólo los espinosos cambronales se sostenían
verdes. En cada viaje el agua del arroyo era más escasa. A la semana había
tanto lodo como agua; a las dos semanas el cauce era como un viejo camino
pedregoso, donde refulgía el sol. La bestia, desesperada, buscaba donde
ramonear y batía el rabo para espantar las moscas.
Remigia no había perdido la fe. Esperaba las señales de
lluvia en el alto cielo.
-¡Ánimas del Purgatorio! -clamaba de rodillas-. ¡Ánimas del
Purgatorio! ¡Nos vamos a morir achicharrados si ustedes no nos ayudan!
Días más tarde el potro bayo amaneció tristón e incapaz de
levantarse; esa misma tarde el nieto se tendió en el catre, ardiendo en fiebre.
Remigia se echó afuera. Anduvo y anduvo, llamando en los distantes bohíos,
levantando los espíritus.
-Vamos a hacerle un rosario a San Isidro -decía.
-Vamos a hacerle un rosario a San Isidro -repetía.
Salieron una madrugada de domingo. Ella llevaba el niño en
brazos. La cabeza del muchacho, cargada de calenturas, pendía como un bulto del
hombro de su abuela. Quince o veinte mujeres, hombres y niños desharrapados,
curtidos por el sol, entonaban cánticos tristes, recorriendo los pelados
caminos. Llevaban una imagen de la Altagracia; le encendían velas; se
arrodillaban y elevaban ruegos a Dios. Un viejo flaco, barbudo, de ojos
ardientes y acerados, con el pecho desnudo, iba delante golpeándose el esternón
con la mano descarnada, mirando a lo alto y clamando:
¡San Isidro Labrador!
¡San Isidro Labrador!
Trae el agua y quita el sol,
¡San Isidro Labrador!
Sonaba ronca la voz del viejo. Detrás, las mujeres plañían y
alzaban los brazos.
Ya se habían ido todos. Pasó Rosendo, pasó Toribio con una
hija medio loca; pasó Felipe; pasaron unos y otros. Ella les dio a todos para
las velas. Pasaron los últimos, una gente a quienes no conocía; llevaban un
viejo enfermo y no podían con su tristeza; ella les dio para las velas.
Se podía tender la vista sin tropiezos y ver desde la puerta
del bohío el calcinado paisaje con las lomas peladas al final; se podían ver
los cauces secos de los arroyos.
Ya nadie esperaba lluvia. Antes de irse los viejos juraban
que Dios había castigado el lugar y los jóvenes que tenía mal de ojo.
Remigia esperaba. Recogía escasas gotas de agua. Sabía que
había que empezar de nuevo, porque ya casi nada quedaba en la higuera, y el
conuco estaba pelado como un camino real. Polvo y sol; sol y polvo. La
maldición de Dios, por la maldad de los hombres, se había realizado allí; pero
la maldición de Dios no podía acabar con la fe de Remigia.
En su rincón del Purgatorio, las ánimas, metidas de cintura
abajo entre las llamas voraces, repasaban cuentas. Vivían consumidas por el
fuego, purificándose; y, como burla sangrienta, tenían potestad para desatar la
lluvia y llevar el agua a la tierra. Una de ellas, barbuda, dijo:
-¡Caramba! ¡La vieja Remigia, de Paso Hondo, ha quemado ya
dos pesos de velas pidiendo agua!
Las compañeras saltaron vociferando:
-¡Dos pesos, dos pesos!
Alguna preguntó:
-¿Por qué no se le ha atendido, como es costumbre?
-¡Hay que atenderla! -rugió una de ojos impetuosos.
-¡Hay que atenderla! -gritaron las otras.
Se corría la voz, se repetían el mandato:
-¡Hay que mandar agua a Paso Hondo! ¡Dos pesos de agua!
-¡Dos pesos de agua a Paso Hondo!
-¡Dos pesos de agua a Paso Hondo!
Todas estaban impresionadas, casi fuera de sí, porque nunca
llegó una entrega de agua a tal cantidad; ni siquiera a la mitad, ni aun a la
tercera parte. Servían una noche de lluvia por dos centavos de velas, y cierta
vez enviaron un diluvio entero por veinte centavos.
-¡Dos pesos de agua a Paso Hondo! -rugían.
Y todas las ánimas del Purgatorio se escandalizaban pensando
en el agua que había que derramar por tanto dinero, mientras ellas ardían
metidas en el fuego eterno, esperando que la suprema gracia de Dios las llamara
a su lado.
Abajo, en Paso Hondo, se nubló el cielo. Muy de mañana
Remigia miró hacia oriente y vio una nube negra y fina, tan negra como una
cinta de luto y tan fina como la rabiza de un fuete. Una hora después inmensas
lomas de nubes grises se apelotonaron, empujándose, avanzando, ascendiendo. Dos
horas más tarde estaba oscuro como si fuera de noche.
La mancha indeleble
Juan Bosch
Todos los que habían cruzado la puerta antes que yo habían
entregado sus cabezas, y yo las veía colocadas en una larga hilera de vitrinas
que estaban adosadas a la pared de enfrente. Seguramente en esas vitrinas no
entraba aire contaminado, pues las cabezas se conservaban en forma admirable,
casi como si estuvieran vivas, aunque les faltaba el flujo de la sangre bajo la
piel. Debo confesar que el espectáculo me produjo un miedo súbito e intenso.
Durante cierto tiempo me sentí paralizado por el terror. Pero era el caso que
aún incapacitado para pensar y para actuar, yo estaba allí: había pasado el
umbral y tenía que entregar mi cabeza. Nadie podría evitarme esa macabra
experiencia.
La situación era en verdad aterradora. Parecía que no había
distancia entre la vida que había dejado atrás, del otro lado de la puerta, y
la que iba a iniciar en ese momento. Físicamente, la distancia sería de tres
metros, tal vez de cuatro.
Sin embargo lo que veía indicaba que la separación entre lo
que fui y lo que sería no podía medirse en términos humanos.
-Entregue su cabeza -dijo una voz suave.
-¿La mía? -pregunté, con tanto miedo que a duras penas me
oía a mí mismo.
-Claro -¿Cuál va a ser?
A pesar de que no era autoritaria, la voz llenaba todo el
salón y resonaba entre las paredes, que se cubrían con lujosos tapices. Yo no
podía saber de dónde salía. Tenía la impresión de que todo lo que veía estaba
hablando a un tiempo: el piso de mármol negro y blanco, la alfombra roja que
iba de la escalinata a la gran mesa del recibidor, y la alfombra similar que
cruzaba a todo lo largo por el centro; las grandes columnas de mayólica, las
cornisas de cubos dorados, las dos enormes lámparas colgantes de cristal de
Bohemia. Sólo sabía a ciencia cierta que ninguna de las innumerables cabezas de
las vitrinas había emitido el menor sonido.
Tal vez con el deseo inconsciente de ganar tiempo, pregunté.
-¿Y cómo me la quito?
-Sujétela fuertemente con las dos manos, apoyando los
pulgares en las curvas de la quijada; tire hacia arriba y verá con qué
facilidad sale. Colóquela después sobre la mesa.
Si se hubiera tratado de una pesadilla me habría explicado
la orden y mi situación. Pero no era una pesadilla. Eso estaba sucediéndome en
pleno estado de lucidez, mientras me hallaba de pie y solitario en medio de un
lujoso salón. No se veía una silla, y como temblaba de arriba abajo debido al
frío mortal que se había desatado en mis venas, necesitaba sentarme o agarrarme
de algo. Al fin apoyé las dos manos en la mesa.
-¿No ha oído o no ha comprendido? -dijo la voz.
Ya dije que la voz no era autoritaria sino suave. Tal vez
por eso me parecía tan terrible. Resulta aterrador oír la orden de quitarse la
cabeza dicha con tono normal, más bien tranquilo. Estaba seguro de que el dueño
de esa voz había repetido la orden tantas veces que ya no le daba la menor
importancia a lo que decía.
Al fin logré hablar.
-Sí, he oído y he comprendido -dije-. Pero no puedo
despojarme de mi cabeza así como así. Deme algún tiempo para pensarlo.
Comprenda que ella está llena de mis ideas, de mis recuerdos. Es el resumen de
mi propia vida. Además, si me quedo sin ella, ¿con qué voy a pensar?
La parrafada no me salió de golpe. Me ahogaba. Dos veces
tuve que parar para tomar aire. Callé, y me pareció que la voz emitía un ligero
gruñido, como de risa burlona.
-Aquí no tiene que pensar. Pensaremos por usted. En cuanto a
sus recuerdos, no va a necesitarlos más: va a empezar una nueva vida.
-¿Vida sin relación conmigo mismo, si mis ideas, sin
emociones propias? -pregunté.
Instintivamente miré hacia la puerta por donde había
entrado. Estaba cerrada. Volví los ojos a los dos extremos del gran salón.
Había también puertas en esos extremos, pero ninguna estaba abierta.
El espacio era largo y de techo alto, lo cual me hizo
sentirme tan desamparado como un niño perdido en una gran ciudad. No había la
menor señal de vida. Sólo yo me hallaba en ese salón imponente.
Peor aún: estábamos la voz y yo. Pero la voz no era humana,
no podía relacionarse con un ser de carne y hueso. Me hallaba bajo la impresión
de que miles de ojos malignos, también sin vida, estaban mirándome desde las
paredes, y de que millones de seres minúsculos e invisibles acechaban mi
pensamiento.
-Por favor, no nos haga perder tiempo, que hay otros en
turno -dijo la voz.
No es fácil explicar lo que esas palabras significaron para
mí. Sentí que alguien iba a entrar, que ya no estaría más tiempo solo, y volví
la cara hacia la puerta. No me había equivocado; una mano sujetaba el borde de
la gran hoja de madera brillante y la empujaba hacia adentro, y un pie se
posaba en el umbral. Por la abertura de la puerta se advertía que afuera había
poca luz. Sin duda era la hora indecisa entre el día que muere y la que todavía
no ha cerrado.
En medio de mi terror actué como un autómata. Me lancé
impetuosamente hacia la puerta, empujé al que entraba y salté a la calle. Me di
cuenta de que alguna gente se alarmó al verme correr; tal vez pensaron que
había robado o había sido sorprendido en el momento de robar. Comprendía que
llevaba el rostro pálido y los ojos desorbitados, y de haber habido por allí un
policía, me hubiera perseguido. De todas maneras, no me importaba. Mi necesidad
de huir era imperiosa, y huía como loco.
Durante una semana no me atreví a salir de casa. Oía día y
noche la voz y veía en todas partes los millares de ojos sin vida y los
centenares de cabezas sin cuerpo. Pero en la octava noche, aliviado de mi
miedo, me arriesgué a ir a la esquina, a un cafetucho de mala muerte, visitado
siempre por gente extraña. Al lado de la mesa que ocupé había otra vacía. A
poco, dos hombres se sentaron en ella. Uno tenía los ojos sombríos; me miró con
intensidad y luego dijo al otro:
-Ese fue el que huyó después que estaba...
Yo tomaba en ese momento una taza de café. Me temblaron las
manos con tanta violencia que un poco de la bebida se me derramó en la camisa.
Mi mal es que no tengo otra camisa ni manera de adquirir una
nueva. Mientras me esfuerzo en hacer desaparecer la mancha oigo sin cesar las
últimas palabras del hombre de los ojos sombríos:
-Después que ya estaba inscrito.
El miedo me hace sudar frío. Y yo sé que no podré librarme
de este miedo; que lo sentiré ante cualquier desconocido. Pues en verdad ignoro
si los dos hombres eran miembros o eran enemigos del Partido.
Ahora estoy en casa, tratando de lavar la camisa. Para el
caso, he usado jabón, cepillo y un producto químico especial que hallé en el
baño. La mancha no se va. Está ahí, indeleble. Al contrario, me parece que a
cada esfuerzo por borrarla se destaca más.
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