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lunes, 17 de noviembre de 2008

Hay

un país en el mundo


colocado

en el mismo trayecto del sol,

Oriundo de la noche.

Colocado

en un inverosímil archipiélago

de azúcar y de alcohol.

Sencillamente liviano,

como un ala de murciélago

apoyado en la brisa.

Sencillamente claro,

como el rastro del beso en las solteras antiguas

o el día en los tejados.

Sencillamente

Frutal. Fluvial. Y material. Y sin embargo

sencillamente tórrido y pateado

como una adolescente en las caderas.

Sencillamente triste y oprimido.

Sinceramente agreste y despoblado.



En verdad.

Con tres millones

suma de la vida

y entre tanto

cuatro cordilleras cardinales

y una inmensa bahía y otra inmensa bahía,

tres penínsulas con islas adyacentes

y un asombro de ríos verticales

y tierra bajo los árboles y tierra

bajo los ríos y en la falda del monte

y al pie de la colina y detrás del horizonte

y tierra desde el cantío de los gallos

y tierra bajo el galope de los caballos

y tierra sobre el día, bajo el mapa, alrededor

y debajo de todas las huellas y en medio el amor.

Entonces

es lo que he declarado.

Hay

un país en el mundo

sencillamente agreste y despoblado.



Algún amor creerá

que en este fluvial país en que la tierra brota,

y se derrama y cruje como una vena rota,

donde el día tiene su triunfo verdadero,

irán los campesinos con asombro y apero

a cultivar

cantando

su franja propietaria.

Este amor

quebrará su inocencia solitaria.

Pero no.

Y creerá

que en medio de esta tierra recrecida,

donde quiera, donde ruedan montañas por los valles

como frescas monedas azules, donde duerme

un bosque en cada flor y en cada flor de la vida,

irán los campesinos por la loma dormida

a gozar

forcejeando

con su propia cosecha.



Este amor

doblará su luminosa flecha.

Pero no.

Y creerá

que donde el viento asalta el íntimo terrón

y lo convierte en tropas de cumbres y praderas,

donde cada colina parece un corazón,

en cada campesino irán las primaveras

cantando

entre los surcos

su propiedad.

Este amor

alcanzará su floreciente edad.

Pero no.

Hay

un país en el mundo

donde un campesino breve

seco y agrio

muere y muerde

descalzo

su polvo derruido,

y la tierra no alcanza para bronca muerte.

¡Oídlo bien! No alcanza para quedar dormido.

En un país pequeño y agredido. Sencillamente triste,

triste y torvo, triste y acre. Ya lo dije

sencillamente triste y oprimido.




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No es eso solamente.

Faltan hombres

para tanta tierra. Es decir, faltan hombres

que desnuden la virgen cordillera y la hagan madre

después de unas canciones.

Madre de la hortaliza.

Madre del pan. Madre del lienzo y del techo.

Madre solícita y nocturna junto al lecho...

Faltan hombres que arrodillen los árboles y entonces

los alcen contra el sol y la distancia.

Contra las leyes de la gravedad.

Y les saquen reposo, rebeldía y claridad.

Y los hombres que se acuesten con la arcilla

y la dejen parida de paredes.

Y los hombres

que descifren los dioses de los ríos

y los suban temblando entre las redes.

Y hombres en la costa y en los fríos

desfiladeros

y en toda desolación.

Es decir, faltan hombres.

Y falta una canción.




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Procedente del fondo de la noche

vengo a hablar de un país.

Precisamente

pobre de población.

Pero

no es eso solamente.

Natural de la noche soy producto de un viaje.

Dadme tiempo

coraje

para hacer la canción.




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Pulmón de nido nivel de luna

salud del oro guitarra abierta

final de viaje donde una isla

los campesinos no tienen tierra.



Decid al viento los apellidos

de los ladrones y las cavernas

y abrid los ojos donde un desastre

los campesinos no tienen tierra.



El aire brusco de un breve puño

que se detiene junto a una piedra

abre una herida donde unos ojos

los campesinos no tienen tierra.



Los que la roban no tienen ángeles

no tiene órbita entre las piernas

no tiene sexo donde una patria

los campesinos no tienen tierra.



No tienen paz entre las pestañas

no tienen tierra no tienen tierra.




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País inverosímil.

Donde la tierra brota

y se derrama y cruje como una vena rota,

donde alcanza la estatura del vértigo,

donde las aves nadan o vuelan pero en el medio

no hay más que tierra:

los campesinos no tienen tierra.

Y entonces

¿de dónde ha salido esta canción?

¿Cómo es posible?

¿Quién dice que entre la fina

salud del oro

los campesinos no tienen tierra?

Esa es otra canción. Escuchad

la canción deliciosa de los ingenios de azúcar

y de alcohol.




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Miro un brusco tropel de raíles

son del ingenio

sus soportes de verde aborigen

son del ingenio

y las mansas montañas de origen

son del ingenio

y la caña y la yerba y el mimbre

son del ingenio

y los muelles y el agua y el liquen

son del ingenio

y el camino y sus dos cicatrices

son del ingenio

y los pueblos pequeños y vírgenes

son del ingenio

y los brazos del hombre más simple

son del ingenio

y sus venas de joven calibre

son del ingenio

y los guardias con voz de fusiles

son del ingenio

y las manchas del plomo en las ingles

son del ingenio

y la furia y el odio sin límites

son del ingenio

y las leyes calladas y tristes

son del ingenio

y las culpas que no se redimen

son del ingenio

veinte veces lo digo y lo dije

son del ingenio

“nuestros campos de gloria repiten”

son del ingenio

en la sombra del ancla persisten

son del ingenio

aunque arrojen la carga del crimen

lejos del puerto

con la sangre y el sudor y el salitre

son del ingenio.




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Y éste es el resultado.

El día luminoso

regresando a través de los cristales

del azúcar, primero se encuentra al labrador.

En seguida al leñero y al picador

de caña

rodeado de sus hijos llenando la carreta.



Y al niño del guarapo y después al anciano sereno

con el reloj, que lo mira con su muerte secreta,

y a la joven temprana cosiéndose los párpados

en el saco cien mil y al rastro del salario

perdido entre las hojas del listero. Y al perfil

sudoroso de los cargadores envueltos en su capa

de músculos morenos. Y al albañil celeste

colocando en el cielo el último ladrillo

de la chimenea. Y al carpintero gris

clavando el ataúd para la urgente muerte,

cuando suena el silbato, blanco y definitivo,

que el reposo contiene.



El día luminoso despierta en las espaldas

de repente, corre entre los raíles,

sube por las grúas, cae en los almacenes.

En los patios, al pie de una lavandera,

mojada en las canciones, cruje y rejuvenece.

En las calles se queja en el pregón. Apenas

su pie despunta desgarra los pesebres.

Recorre las ciudades llenas de los abogados

que no son más que placas y silencio, a los poetas

que no son más que nieblas y silencio y a los jueces

silenciosos. Sube, salta, delira en las esquinas

y el día luminoso se resuelve en un dólar inminente.



¡Un dólar! He aquí el resultado. Un borbotón de sangre.

Silenciosa, terminante. Sangre herida en el viento

Sangre en el efectivo producto de amargura.

Este es un país que no merece el nombre de país.

Sino de tumba, féretro, hueco o sepultura.



Es cierto que lo beso y que me besa

y que su beso no sabe más que a sangre.

Que día vendrá, oculto en la esperanza,

con su canasta llena de iras implacables

y rostros contraídos y puños y puñales.

Pero tened cuidado. No es justo que el castigo

caiga sobre todos. Busquemos los culpables.

Y entonces caiga el peso infinito de los pueblos

sobre los hombros de los culpables.




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Y así

palor de luna

pasajeros

despoblados y agrestes del rocío,

van montañas y valles por el río

camino de los puertos extranjeros.



Es verdad que en el tránsito del río,

cordilleras de miel, desfiladeros

de azúcar y cristales marineros

disfrutan de un metálico albedrío,



y que al pie del esfuerzo solidario

aparece el instinto proletario.

Pero ebrio de orégano y de anís



y mártir de los tórridos paisajes

hay un hombre de pie en los engranajes.

Desterrado en su tierra. Y un país

en el mundo,

fragante,

colocado

en el mismo trayecto de la guerra.

Traficante de tierras y sin tierra.

Material. Matinal. Y desterrado.



Y así no puede ser. Desde la sierra

procederá un rumor iluminado

probablemente ronco y derramado.

Probablemente en busca de la tierra.

Traspasará los campos y el celeste

dominio desde el este hasta el oeste

conmoviendo la última raíz



y sacando los héroes de la tumba

habrá sangre de nuevo en el país

habrá sangre de nuevo en el país.




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Y ésta es mi última palabra.

Quiero

oírla. Quiero verla en cada puerta

de religión, donde una mano abierta

solicita un milagro del estero.



Quiero ver su amargura necesaria

donde el hombre y la res y el surco duermen

y adelgazan los sueños en el germen

de quietud que eterniza la plegaria.



Donde un ángel respira.

Donde arde

una súplica pálida y secreta

y siguiendo el carril de la carreta

un boyero se extingue con la tarde.



Después

No quiero más que paz.

Un nido

de constructiva paz en cada palma

Y quizás a propósito del alma

el enjambre de besos

y el olvido.

Poematica del tiempo