Con su sensible ojo de prófugo Encarnación
Mendoza había distinguido el perfil de un árbol a veinte pasos, razón por la
cual pensó que la noche iba a decaer. Anduvo acertado en su cálculo; donde
empezó a equivocarse fue al sacar conclusiones de esa observación. Pues como
el día se acercaba era de rigor buscar escondite, y él se preguntaba si debía
internarse en los cerros que tenía a su derecha o en el cañaveral que le
quedaba a la izquierda. Para su desgracia, escogió el cañaveral. Hora y media
más tarde el sol del día 24 alumbraba los campos y calentaba ligeramente a
Encarnación Mendoza, que yacía bocarriba tendido sobre hojas de caña.
A las siete de la mañana los hechos parecían
estar sucediéndose tal como había pensado el fugitivo; nadie había pasado por
las trochas cercanas. Por otra parte la brisa era fresca y tal vez llovería,
como casi todos los años en Nochebuena. Y aunque no lloviera los hombres no
saldrían de la bodega, donde estarían desde temprano consumiendo ron,
hablando a gritos y tratando de alegrarse como lo mandaba la costumbre. En
cambio, de haber tirado hacia los cerros no podría sentirse tan seguro. Él
conocía bien el lugar; las familias que vivían en las hondonadas producían
leña, yuca y algún maíz. Si cualquiera de los hombres que habitaban los
bohíos de por allí bajaba aquel día para vender bastimentos en la bodega del
batey y acertaba a verlo, estaba perdido. En leguas a la redonda no había
quién se atreviera a silenciar el encuentro. Jamás sería perdonado el que
encubriera a Encarnación Mendoza: y aunque no se hablaba del asunto todos los
vecinos de la comarca sabían que aquel que le viera debía dar cuenta inmediata
al puesto de guardia más cercano.
Empezaba a sentirse tranquilo Encarnación
Mendoza, porque tenía la seguridad de que había escogido el mejor lugar para
esconderse durante el día, cuando comenzó el destino a jugar en su contra.
Pues a esa hora la madre de Mundito pensaba
igual que el prófugo: nadie pasaría por las trochas en la mañana, y si
Mundito apuraba el paso haría el viaje a la bodega antes de que comenzaran a
transitar los caminos los habituales borrachos del día de Nochebuena. La
madre de Mundito tenía unos cuantos centavos que había ido guardando de lo
poco que cobraba lavando ropa y revendiendo gallinas en el cruce de la
carretera, que le quedaba al poniente, a casi medio día de marcha. Con esos
centavos podía mandar a Mundito a la bodega para que comprara harina, bacalao
y algo de manteca. Aunque lo hiciera pobremente, quería celebrar la
Nochebuena con sus seis pequeños hijos, siquiera fuera comiendo frituras de
bacalao.
El caserío donde ellos vivían -del lado de
los cerros, en el camino que dividía los cañaverales de las tierras incultas-
tendría catorce o quince malas viviendas, la mayor parte techadas de yaguas.
Al salir de la suya, con el encargo de ir a la bodega, Mundito se detuvo un
momento en medio del barro seco por donde en los días de zafra transitaban
las carretas cargadas de caña. Era largo el trayecto hasta la bodega. El
cielo se veía claro, radiante de luz que se esparcía sobre el horizonte de
cogollos de caña; era grata la brisa y dulcemente triste el silencio. ¿Por
qué ir solo, aburriéndose de caminar por trochas siempre iguales? Durante
diez segundos Mundito pensó entrar al bohío vecino, donde seis semanas antes
una perra negra había parido seis cachorros. Los dueños del animal habían
regalado cinco, pero quedaba uno “para amamantar a madre”, y en él había
puesto Mundito todo el interés que la falta de ternura había acumulado en su
pequeña alma. Con sus nueve años cargados de precoz sabiduría, el niño era
consciente de que si llevaba al cachorrillo tendría que cargarlo casi todo el
tiempo, porque no podría hacer tanta distancia por sí solo. Mundito sentía
que esa idea casi le autorizaba a disponer del perrito. De súbito, sin
pensarlo más, corrió hacia la casucha gritando:
-¡Doña Ofelia, emprésteme a Azabache, que lo
voy a llevar allí!
Oyénranle o no, ya él había pedido
autorización, y eso bastaba. Entró como un torbellino, tomó el animalejo en
brazos y salió corriendo, a toda marcha, hasta que se perdió a lo lejos. Y
así empezó el destino a jugar en los planes de Encarnación Mendoza.
Porque ocurrió que cuando, poco antes de las
nueve, el niño Mundito pasaba frente al tablón de caña donde estaba escondido
el fugitivo, cansado, o simplemente movido por esa especie de indiferencia
por lo actual y curiosidad por lo inmediato que es privilegio de los animales
pequeños, Azabache se metió en el cañaveral. Encarnación Mendoza oyó la voz
del niño ordenando al perrito que se detuviera. Durante un segundo temió que
el muchacho fuera la avanzada de algún grupo. Estaba clara la mañana. Con su
agudo ojo de prófugo él podía ver hasta dónde se lo permitía el barullo de
tallos y hojas. Allí, al alcance de su mirada, estaba el niño. Encarnación
Mendoza no tenía pelo de tonto. Rápidamente calculó que si lo hallaban
atisbando era hombre perdido; lo mejor sería hacerse el dormido, dando la
espalda al lado por dónde sentía el ruido. Para mayor seguridad, se cubrió la
cara con el sombrero.
El negro cachorrillo correteó; jugando con
las hojas de caña, pretendiendo saltar, torpe de movimientos, y cuando vio al
fugitivo echado empezó a soltar diminutos y graciosos ladridos. Llamándolo a
voces y gateando para avanzar, Mundito iba acercándose cuando de pronto quedó
paralizado: había visto al hombre. Pero para él no era simplemente un hombre
sino algo imponente y terrible; era un cadáver. De otra manera no sé
explicaba su presencia allí y mucho menos su postura. El terror le dejó frío.
En el primer momento pensó huir, y hacerlo en silencio para que el cadáver no
se diera cuenta. Pero le parecía un crimen dejar a Azabache abandonado,
expuesto al peligro de que el muerto se molestara con sus ladridos y lo
reventara apretándolo con las manos. Incapaz de irse sin el animalito e
incapaz de quedarse allí, el niño sentía que desfallecía. Sin intervención de
su voluntad levantó una mano, fijó la mirada en el difunto, temblando
mientras el perrillo reculaba y lanzaba sus pequeños ladridos. Mundito estaba
seguro de que el cadáver iba a levantarse de momento. En su miedo, pretendió
adelantarse al muerto: pegó un saltó sobre el cachorrillo, al cual agarró con
nerviosa violencia por el pescuezo, y a seguidas, cabeceando contra las
cañas, cortándose el rostro y las manos, impulsado por el terror, ahogándose,
echó a correr hacia la bodega. Al llegar allí, a punto de desfallecer por el esfuerzo
y el pavor, gritó señalando hacia el lejano lugar de su aventura:
-¡En la Colonia Adela hay un hombre muerto!
A lo que un vozarrón áspero respondió
gritando:
-¿Qué tá diciendo ese muchacho?
Y como era la voz del sargento Rey, jefe de
puesto del Central, obtuvo el mayor interés de parte de los presentes así
como los datos que solicitó del muchacho. El día de Nochebuena no podía
contarse con el juez de La Romana para hacer el levantamiento del cadáver,
pues debía andar por la Capital disfrutando sus vacaciones de fin de año.
Pero el sargento era expeditivo; quince minutos después de haber oído a
Mundito el sargento Rey iba con dos números y diez o doce curiosos hacia el
sitio donde yacía el presunto cadáver. Eso no había entrado en los planes de
Encarnación Mendoza.
El propósito de Encarnación Mendoza era pasar
la Nochebuena con su mujer y sus hijos. Escondiéndose de día y caminando de
noche había recorrido leguas y leguas, desde las primeras estribaciones de la
Cordillera, en la provincia del Seybo, rehuyendo todo encuentro y esquivando
bohíos, corrales y cortes de árboles o quemas de tierras. En toda la región
se sabía que él había dado muerte al cabo Pomares, y nadie ignoraba que era
hombre condenado donde se le encontrara. No debía dejarse ver de persona
alguna, excepto de Nina y de sus hijos. Y los vería sólo una hora o dos,
durante la Nochebuena. Tenía ya seis meses huyendo, pues fue el día de San
Juan cuando ocurrieron los hechos que le costaron la vida al cabo Pomares.
Necesariamente debía ver a su mujer y a sus
hijos. Era un impulso bestial el que le empujaba a ir, una fuerza ciega a la
cual no podía resistir. Con todo y ser tan limpio de sentimientos,
Encarnación Mendoza comprendía que con el deseos de abrazar a su mujer y de
contarles un cuento a los niños iba confundida una sombra de celos. Pero
además necesitaba ver la casucha, la luz de lámpara iluminando la habitación
donde se reunían cuando él volvía del trabajo y los muchachos le rodeaban
para que él los hiciera reír con sus ocurrencias. El cuerpo le pedía ver
hasta el sucio camino, que se hacía lodazal en los tiempos de lluvia. Tenía
que ir o se moriría de una pena tremenda.
Encarnación Mendoza estaba acostumbrado a
hacer lo que deseaba; nunca deseaba nada malo, y se respetaba a sí mismo. Por
respeto a sí mismo sucedió lo del día de San Juan, cuando el cabo Pomares le
faltó pegándole en la cara, a él, que por no ofender no bebía y que no tenía
más afán que su familia. Sucediera lo que sucediera, y aunque el mismo Diablo
hiciera oposición, Encarnación Mendoza pasaría la
Nochebuena en su bohío.
Solo imaginar que Nina y los muchachos estarían tristes, sin un peso para
celebrar la fiesta, tal vez llorando por él, le partía el alma y le hacía
maldecir de dolor.
Pero el plan se había enredado algo. Era cosa
de ponerse a pensar si el muchacho hablaría o se quedaría callado. Se había
ido corriendo, a lo que pudo colegir Encarnación por la rapidez de los pasos,
y tal vez pensó que se trataba de un peón dormido. Acaso hubiera sido
prudente alejarse de allí, meterse en otro tablón de caña. Sin embargo, valía
la pena pensarlo dos veces, porque si tenía la fatalidad de que alguien
pasara por la trocha de ida o de vuelta, y le veía cruzando camino y le
reconocía, era hombre perdido. No debía precipitarse; ahí, por de pronto,
estaba seguro. A las nueve de la noche podría salir; caminar con cautela
orillando los cerros, y estaría en su casa a las once, tal vez a las once y
un cuarto. Sabía lo que iba a hacer; llamaría por la ventana de la habitación
en voz baja y le diría a Nina que abriera, que era él, su marido. Ya le
parecía estar viendo a Nina con su negro pelo caído sobre las mejillas, los
ojos oscuros y brillantes, la boca carnosa, la barbilla saliente. Ese momento
de la llegada era la razón de ser de su vida; no podía arriesgarse a ser
cogido antes. Cambiar de tablón en pleno día era correr riesgo. Lo mejor
sería descansar, dormir...
Despertó al tropel de pasos y a la voz del
niño que decía:
-Taba ahí, sargento.
-¿Pero en cuál tablón; en ése o en el de allá?
-En ése -aseguró el niño.
“En ése” podía significar que el muchacho
estaba señalando hacia el que ocupaba Encarnación, hacia uno vecino o hacia
el de enfrente. Porque a juzgar por las voces el niño y el sargento se
hallaban en la trocha, tal vez en un punto intermedio entre varios tablones
de caña. Dependía de hacia dónde estaba señalando el niño cuando decía “ése”.
La situación era realmente grave, porque de lo que no había duda era de que
ya había gente localizando al fugitivo. El momento, pues, no era de dudar,
sino de actuar. Rápido en la decisión, Encarnación Mendoza comenzó a gatear
con suma cautela, cuidándose de que el ruido que pudiera hacer se confundiera
con el de las hojas del cañaveral batidas por la brisa. Había que salir de
allí pronto, sin perder un minuto. Oyó la áspera voz del sargento:
-¡Métase por ahí, Nemesio, que yo voy por
aquí! ¡Usté, Solito, quédese por aquí!
Se oían murmullos y comentarios. Mientras se
alejaba, agachado, con paso felino, Encarnación podía colegir que había
varios hombres en el grupo que le buscaba. Sin duda las cosas estaban
poniéndose feas.
Feas para él y feas para el muchacho,
quienquiera que fuese. Porque cuando el sargento Rey y el número Nemesio
Arroyo recorrieron el tablón de caña en que se habían metido, maltratando los
tallos más tiernos y cortándose las manos y los brazos, y no vieron cadáver
alguno, empezaron a creer que era broma lo del hombre muerto en la Colonia
Adela.
-¿Tú ta seguro que fue aquí, muchacho?
-preguntó el sargento.
-Sí, aquí era -afirmó Mundito, bastante
asustado ya.
-Son cosa de muchacho, sargento; ahí no hay
nadie -terció el número Arroyo.
El sargento clavó en el niño una mirada fija,
escalofriante, que lo llenó de pavor.
-Mire, yo venía por aquí con Azabache -empezó
a explicar Mundito- y lo diba corriendo asina -lo cual dijo al tiempo que
ponía el perrito en el suelo-, y él cogió y se metió ahí.
Pero el número Solito Ruiz interrumpió la
escenificación de Mundito preguntando:
-¿Cómo era el muerto?
-Yo no le vide la cara -dijo el niño,
temblando de miedo-; solamente le vide la ropa. Tenía un sombrero en la cara.
Taba asina, de lao...
-¿De qué color era el pantalón? -inquirió el
sargento.
-Azul, y la camisa como amarilla, y tenía un
sombrero negro encima de la cara...
Pero el pobre Mundito apenas podía hablar; se
hallaba aterrorizado, con ganas de llorar. A su infantil idea de las cosas,
el muerto se había ido de allí sólo para vengarse de su denuncia y hacerlo
quedar como un mentiroso. Seguramente en la noche le saldría en la casa y lo
perseguiría toda a vida.
De todas maneras, supiéralo o no Mundito en
ese tablón de cañas no darían con el cadáver. Encarnación Mendoza había
cruzado con sorprendente celeridad hacia otro tablón, y después hacia otro
más; y ya iba atravesando la trocha para meterse en un tercero cuando el
niño, despachado por el sargento, pasaba corriendo con el perrillo bajo el
brazo. Su miedo lo paró en seco al ver el torso y una pierna del difunto que
entraban en el cañaveral. No podía ser otro, dado que la ropa era la que
había visto por la mañana.
-¡Ta aquí, sargento; ta aquí! -gritó
señalando hacia el punto por donde se había perdido el fugitivo-. ¡Dentró
ahí!
Y como tenía mucho miedo siguió su carrera
hacia su casa, ahogándose, lleno de lástima consigo mismo por el lío en qué
sé había metido. El sargento, y con él los soldados y curiosos que le
acompañaban, se había vuelto al oír la voz del chiquillo.
-Cosa de muchacho -dijo calmosamente Nemesio
Arroyo.
Pero el sargento, viejo en su oficio, era
suspicaz:
-Vea, algo hay. ¡Rodiemo ese tablón di una
ve!-gritó.
Y así empezó la cacería, sin qué los
cazadores supieran qué pieza perseguían.
Era poco más de media mañana. Repartidos en
grupos, cada militar iba seguido de tres o cuatro peones, buscando aquí y
allá, corriendo por las trochas, todos un poco bebidos y todos excitados.
Lentamente, las pequeñas nubes azul oscuro que descansaban al ras del
horizonte empezaron a crecer y a ascender cielo arriba. Encarnación Mendoza
sabía ya que estaba más o menos cercado. Sólo que a diferencia de sus
perseguidores -que ignoraban a quién buscaban-, él pensaba que el registro
del cañaveral obedecía al propósito de echarle mano y cobrarle lo ocurrido el
día de San Juan.
Sin saber a ciencia cierta dónde estaban los
soldados, el fugitivo se atenía a su instinto y a su voluntad de escapar; y
se corría de un tablón a otro, esquivando el encuentro con los soldados.
Estaba ya a tanta distancia de ellos que si se hubiera quedado tranquilo
hubiese podido esperar hasta el oscurecer sin peligro de ser localizado. Pero
no se hallaba seguro y seguía pasando de tablón a tablón. Al cruzar una
trocha fue visto de lejos, y una voz proclamó a todo pulmón:
-¡Allá va, sargento, allá va; y se parece a
Encarnación Mendoza!
¡Encarnación Mendoza! De golpe todo el mundo
quedó paralizado. ¡Encarnación Mendoza!
-¡Vengan! -demandó el sargento a gritos; y a
seguidas echó a correr, el revólver en la mano, hacia donde señalaba el peón
que había visto el prófugo.
Era ya cerca de mediodía, y aunque los
crecientes nubarrones convertían en sofocante y caluroso el ambiente, los
cazadores del hombre apenas lo notaban; corrían y corrían, pegando voces,
zigzagueando, disparando sobre las cañas. Encarnación se dejó ver sobre una
trocha distante, sólo un momento, huyendo con la velocidad de una sombra
fugaz, y no dio tiempo al número Solito Ruiz para apuntarle su fusil.
-¡Que vaya uno al batey y diga de mi parte
que me manden do número! -ordenó a gritos el sargento.
Nerviosos, excitados, respirando sonoramente
y tratando de mirar hacia todos los ángulos a un tiempo, los perseguidores
corrían de un lacia a otro dándose voces entre sí, recomendándose prudencia
cuando alguno amagaba meterse entre las cañas.
Pasó el mediodía. Llegaron no dos, sino tres
números y como nueve o diez peones más; se dispersaron en grupos y la cacería
se extendió a varios tablones. A la distancia se veían pasar de pronto un
soldado y cuatro o cinco peones, lo cual entorpecía los movimientos, pues era
arriesgado tirar si gente amiga estaba al otro extremo. Del batey iban
saliendo hombres y hasta alguna mujer; y en la bodega no quedó sino el
dependiente, preguntando a todo hijo de Dios que cruzaba si “ya lo habían
cogido”.
Encarnación Mendoza no era hombre fácil. Pero
a eso de las tres, en el camino que dividía el cañaveral de los cerros, esto
es, a más de dos horas del batey, un tiro certero le rompió la columna
vertebral al tiempo que cruzaba para internarse en la realeza. Se revolcaba
en la tierra, manando sangre, cuando recibió catorce tiros más, pues los
soldados iban disparándole a medida que se acercaban. Y justamente entonces
empezaban a caer las primeras gotas de la lluvia que había comenzado a
insinuarse a media mañana.
Estaba muerto Encarnación Mendoza. Conservaba
las líneas del rostro, aunque tenía los dientes destrozados por un balazo de
máuser. Era día de Nochebuena y él había salido de la Cordillera a pasar la
Nochebuena en su casa, no en el batey, vivo o muerto. Comenzaba a llover, y
el sargento estaba pensando algo. Si él sacaba el cadáver a la carretera, que
estaba hacia el poniente, podía llevarlo ese mismo día a Macorís y entregarle
ese regalo de Pascuas al capitán; si lo llevaba al batey tendría que coger
allí un tren del ingenio para ir a la Romana, y como el tren podría tardar
mucho en salir llegaría a la ciudad tarde en la noche, tal vez demasiado
tarde para trasladarse a Macorís. En la carretera las cosas son distintas;
pasan con frecuencia vehículos, él podría detener un automóvil, hacer bajar
la gente y meter el cadáver o subirlo sobre la carga de un camión.
-¡Búsquese un caballo ya memo que vamo a
sacar ese vagabundo a la carretera -dijo dirigiéndose al que tenía más cerca.
No apareció caballo sino burro; y eso,
pasadas ya las cuatro, cuando el aguacero pesado hacía sonar sin descanso los
sembrados de caña. El sargento no quería perder tiempo. Varios peones,
estorbándose los unos a los otros, colocaron el cadáver atravesado sobre el
asno y lo amarraron cómo pudieron. Seguido por dos soldados y tres curiosos a
los que escogió para que arrearan el burro, el sargento ordenó la marcha bajo
la lluvia.
No resultó fácil el camino. Tres veces, antes
de llegar al primer caserío, el muerto resbaló y quedó colgado bajo el
vientre del asno. Éste resoplaba y hacía esfuerzos para trotar entre el
barro, que ya empezaba a formarse. Cubiertos sólo con sus sombreros de
reglamento al principio, los soldados echaron mano a pedazos de yaguas, a
hojas grandes arrancadas a los árboles, o se guarecían en el cañaveral de
rato en rato, cuando la lluvia arreciaba más. La lúgubre comitiva anduvo sin
cesar la mayor parte del tiempo; en silencio, la voz de un soldado comentaba:
-Vea ese sinvergüenza.
O simplemente aludía al cabo Pomares, cuya
sangre había sido al fin vengada.
Oscureció del todo, sin duda más temprano que
de costumbre por efectos de la lluvia; y con la oscuridad el camino se hizo
más difícil, razón por la cual la marcha se tornó lenta. Serían más de las
siete, y apenas llovía entonces, cuando uno de los peones dijo:
-Allá se ve una lucecita.
-Sí, del caserío -explicó el sargento; y al
instante urdió un plan del que se sintió enormemente satisfecho. Pues al
sargento no le bastaba la muerte de Encarnación Mendoza. El sargento quería
algo más. Así, cuando un cuarto de hora después se vio frente a la primera
casucha del lugar, ordenó con su áspera voz:
-Desamarren ese muerto y tírenlo ahí adentro,
que no podemo seguir mojándono.
Decía esto cuando la lluvia era tan escasa
que parecía a punto de cesar; y al hablar observaba a los hombres que se
afanaban en la tarea de librar el cadáver de cuerdas. Cuando el cuerpo estuvo
suelto llamó a la puerta de la casucha justo a tiempo para que la mujer que
salió a abrir recibiera sobre los pies, tirado como el de un perro, el cuerpo
de Encarnación Mendoza. El muerto estaba empapado en agua, sangre y lodo, y
tenía los dientes destrozados por un tiro, lo que le daba a su rostro antes
sereno y bondadoso la apariencia de estar haciendo una mueca horrible.
La mujer miró aquella masa inerte; sus ojos
cobraron de golpe la inexpresiva fijeza de la locura; y llevándose una mano a
la boca comenzó a retroceder lentamente, hasta que a tres pasos paró y corrió
desolada sobre el cadáver al tiempo que gritaba:
-¡Hay m'shijo, se han quedao güérfano... han
matao a Encarnación!
Espantados, atropellándose, los niños
salieron de la habitación, lanzándose a las faldas de la madre.
-Entonces se oyó una voz infantil en la que
se confundían llanto y horror:
-¡Mamá, mi mamá!... ¡Ese fue el muerto que yo
vide hoy en el cañaveral!
Los Amos
Cuando ya Cristino no servía ni para ordeñar una vaca, don
Pío lo llamó y le dijo que iba a hacerle un regalo.
-Le voy a dar medio peso para el camino. Usté esta muy mal y
no puede seguir trabajando. Si se mejora, vuelva.
Cristino extendió una mano amarilla, que le temblaba.
-Mucha gracia, don. Quisiera coger el camino ya, pero tengo
calentura.
-Puede quedarse aquí esta noche, si quiere, y hasta hacerse
una tisana de cabrita. Eso es bueno.
Cristino se había quitado el sombrero, y el pelo abundante,
largo y negro le caía sobre el pescuezo. La barba escasa parecía ensuciarle el
rostro, de pómulos salientes.
-Ta bien, don Pío -dijo-; que Dio se lo pague.
Bajó lentamente los escalones, mientras se cubría de nuevo
la cabeza con el viejo sombrero de fieltro negro. Al llegar al último escalón
se detuvo un rato y se puso a mirar las vacas y los críos.
-Que animao ta el becerrito -comentó en voz baja.
Se trataba de uno que él había curado días antes. Había
tenido gusanos en el ombligo y ahora correteaba y saltaba alegremente.
Don Pío salió a la galería y también se detuvo a ver las
reses. Don Pío era bajo, rechoncho, de ojos pequeños y rápidos. Cristino tenía
tres años trabajando con él. Le pagaba un peso semanal por el ordeño, que se hacía
de madrugada, las atenciones de la casa y el cuido de los terneros. Le había
salido trabajador y tranquilo aquel hombre, pero había enfermado y don Pío no
quería mantener gente enferma en su casa.
Don Pío tendió la vista. A la distancia estaban los matorrales
que cubrían el paso del arroyo, y sobre los matorrales, las nubes de mosquitos.
Don Pío había mandado poner tela metálica en todas las puertas y ventanas de la
casa, pero el rancho de los peones no tenía ni puertas ni ventanas; no tenía ni
siquiera setos. Cristino se movió allá abajo, en el primer escalón, y don Pío
quiso hacerle una última recomendación.
-Cuando llegue a su casa póngase en cura, Cristino.
-Ah, sí, cómo no, don. Mucha gracia -oyó responder.
El sol hervía en cada diminuta hoja de la sabana. Desde las
lomas de Terrero hasta las de San Francisco, perdidas hacia el norte, todo
fulgía bajo el sol. Al borde de los potreros, bien lejos, había dos vacas.
Apenas se las distinguía, pero Cristino conocía una por una todas las reses.
-Vea, don -dijo- aquella pinta que se aguaita allá debe
haber parío anoche o por la mañana, porque no le veo barriga.
Don Pío caminó arriba.
-¿Usté cree, Cristino? Yo no la veo bien.
-Arrímese pa aquel lao y la verá.
Cristino tenía frío y la cabeza empezaba a dolerle, pero
siguió con la vista al animal.
-Dese una caminata y me la arrea, Cristino -oyó decir a don
Pío.
-Yo fuera a buscarla, pero me toy sintiendo mal.
-¿La calentura?
-Unjú, me ta subiendo.
-Eso no hace. Ya usté está acostumbrado, Cristino. Vaya y
tráigamela.
Cristino se sujetaba el pecho con los dos brazos
descarnados. Sentía que el frío iba dominándolo. Levantaba la frente. Todo
aquel sol, el becerrito...
-¿Va a traérmela? -insistió la voz.
Con todo ese sol y las piernas temblándole, y los pies
descalzos llenos de polvo.
-¿Va a buscármela, Cristino?
Tenía que responder, pero la lengua le pesaba. Se apretaba
más los brazos sobre el pecho. Vestía una camisa de listado sucia y de tela tan
delgada que no le abrigaba.
Resonaron pisadas arriba y Cristino pensó que don Pío iba a
bajar. Eso asustó a Cristino.
-Ello sí, don -dijo-: voy a dir. Deje que se me pase el
frío.
-Con el sol se le quita. Hágame el favor, Cristino. Mire que
esa vaca se me va y puedo perder el becerro.
Cristino seguía temblando, pero comenzó a ponerse de pie.
-Si: ya voy, don -dijo.
-Cogió ahora por la vuelta del arroyo -explicó desde la
galería don Pío.
Paso a paso, con los brazos sobre el pecho, encorvado para
no perder calor, el peón empezó a cruzar la sabana. Don Pío lo veía de
espaldas. Una mujer se deslizó por la galería y se puso junto a don Pío.
-¡Qué día tan bonito, Pío! -comentó con voz cantarina.
El hombre no contestó. Señaló hacia Cristino, que se alejaba
con paso torpe como si fuera tropezando.
-No quería ir a buscarme la vaca pinta, que parió anoche. Y
ahorita mismo le di medio peso para el camino.
Calló medio minuto y miró a la mujer, que parecía demandar
una explicación.
-Malagradecidos que son, Herminia -dijo-. De nada vale
tratarlos bien.
Ella asintió con la mirada.
-Te lo he dicho mil veces, Pío -comentó. Y ambos se quedaron
mirando a Cristino, que ya era apenas una mancha sobre el verde de la sabana.
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