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sábado, 19 de octubre de 2013

Cesar Vallejo

MAYO

Vierte el humo doméstico en la aurora 
su sabor a rastrojo; 
y canta, haciendo leña, la pastora 
un salvaje aleluya!
Sepia y rojo.

Humo de la cocina, aperitivo 
de gesta en este bravo amanecer. 
El último lucero fugitivo 
lo bebe, y, ebrio ya de su dulzor, 
¡oh celeste zagal trasnochador! 
se duerme entre un jirón de rosicler.


Hay ciertas ganas lindas de almorzar, 
y beber del arroyo, y chivatear! 
Aletear con el humo allá, en la altura; 
o entregarse a los vientos otoñales 
en pos de alguna Ruth sagrada, pura, 
que nos brinde una espiga de ternura 
bajo la hebraica unción de los trigales!

Hoz al hombro calmoso, 
acre el gesto brioso, 
va un joven labrador a Irichugo.
Y en cada brazo que parece yugo 
se encrespa el férreo jugo palpitante 
que en creador esfuerzo cuotidiano 
chispea, como trágico diamante, 
a través de los poros de la mano 
que no ha bizantinado aún el guante. 
Bajo un arco que forma verde aliso, 
¡oh cruzada fecunda del andrajo! 

La zagala que llora 
su yaraví a la aurora,
recoge ¡oh Venus pobre! 
frescos leños fragantes 
en sus desnudos brazos arrogantes
esculpidos en cobre. 
En tanto que un becerro, 
perseguido del perro, 
por la cuesta bravía
corre, ofrendando al floreciente día 
un himno de Virgilio en su cencerro!

Delante de la choza 
el indio abuelo fuma; 
y el serrano crepúsculo de rosa, 
el ara primitiva se sahúma 
en el gas del tabaco. 
Tal surge de la entraña fabulosa 
de epopéyico huaco, 
mítico aroma de broncíneos lotos, 
el hilo azul de los alientos rotos!

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