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sábado, 31 de enero de 2015

Rostros enamorados del tiempo

                                         Don Perdro Mir, vocero poetico del proceso historico
                                                                democartico dominicano





Tony Raful, verbo floreciente del discurso y el amor
en los tiempos del Sol,verde calle El Conde....





Salvador Allende, imagen atrapada en la cintura
libertaria del Oceano latinoamericano
 


                                   Padre, Rogelio Cruz,sacerdote  que pende de la cruz del                                        cristo que grita su liberacion en las calles y en la Loma de Miranda
Republica Dominicana y  America







Andres L.  Mateo, instrumento del verso y la geografia de las palabras.
Estructura el pensamiento y la razon de las luchas historicas que ha empujado
la fuerza democratica contra el verdugo del lienzo proletario en los labios
de la bandera



Hugo Chavez, espada de la Paz

Rostro del tiempo

                                         
     Facundo Cabral, cantautor de muchedumbre





Profesor, Juan Bosch,ex-presidente y escritor del pueblo.
Lo tumbaron del gobierno, los corruptos que siempre han gobernando
la Republica Dominicana y siguen gobernandola.
Hoy gobierna el partido que el creo
(PLD)





Alberto Cortez,poeta de la cancion  y el verso
sublevado en la plaza del honor




Rostro de America

                                            Pablo Neruda, hombre del verso descalzo entre
                                                     calles y romances,faroles del trueno






                                                     Comandante del tiempo,Fidel Castro








                                               Lider de masa, Dr.Jose Francisco Peña Gomez




jueves, 29 de enero de 2015

miércoles, 28 de enero de 2015

Cazadores de lagrimas

Estos
monstruos
al servicio
de la noche,

cirugías
parásitas
de otroras
tiranías 

Cazadores de lágrimas,
haciendo redadas
al descalzo horizonte
 Y
hambrientas
 miradas
asustadas,
sin fronteras,
se arrodillan
en las pestañas
de dos patrias
ciegas de dolor

Por las nalgas de
este impío mundo
contemplamos:
 el río Masacre
cementerio de sangre
 asesinada en la garganta
de Dios
           Y
Corruptos uniformes
de aquí y de allá,
masticando madrugadas
sin euros ni documentos
maquillados  de verdes

Charcos y latidos del sudor,
apresado por la ignorancia,
violenta maquinaria
putrefacta y utópica
educada entre dos Patrias
divida por el hambre 
y la corrupción evangelizadora
de cadáveres

        Y
el pueblo 
haitiano en busca 
de Dios, se deja
esculpir en la pólvora
del tiempo

Ayer
perseguían 
cristianos

Hoy
persiguen
y crucifican
también
lo que cubren
el color de su  piel
con  gemidos
históricos del Masacre

Quienes
gobiernan el desorden
democrático
en el nombre de Jehová
han contaminado 
la sangre
derramada

en el vientre de la vida,
por su afán 
en cruzar
del odio
a la ira

Pero,
estos
burócratas 
centinelas,
guachimanes
de avergonzadas
banderas,
con  fusiles
y
escopetas
persiguen 
y deportan
el otoño
de este
 invierno


Autor:

Lic.Ramón Danilo Correa
Miembro del Colegio Dominicano de Periodistas
                (CDP)

        26 de Enero,2015

Nota:

En defensa de los Derechos Humanos
y por la defensa de un pueblo
pisoteado por la ignominia.










martes, 27 de enero de 2015

Continúo en la orilla del comienzo









Continuo
labrando
la piel
incandescente
del tiempo

Continuo 
abrasando el cuerpo 
frágil de tu primavera

Continuo
lavando el pañuelo
sembrado entre tus labios 
y el  Sol
Continuo
floreciendo tus manos 
enraizadas sin pétalos
de hierros
Continuo
labrando la voz 
disecada en 
los oídos
del olvido
inesperado entre las piernas
de la pared

Continuo
besando los labios 
de tus versos
y el aroma
campestre
de tu ciudad
romántica
y abatida
entre
mis brazos
de alfarero

Continuo
mujer 
esperando
 la madrugada y el sabor
del silencio de tus sueños
rezando el rosario
de tu sed
en la falda de tu
acantilada boca



Autor:
Ramón Danilo Correa
21 de invierno, 2015



martes, 13 de enero de 2015

tenebrosas imágenes, arrodilladas al corazón del incendio


Enero, Calendario de la Patria


                                                                Amaury German Aristy


                               


Los heroicos muchachos
de la resistencia
en el kilómetro 14 de la
 Autopista Las Américas,
aquel 12 de Enero, 1972
enfrentaron miles dragones,
 hojarascas del humo

Ellos
nacieron en el alma del polen
 enraizado de la Patria,
Amaury Germán Aristy,
Virgilio Perdomo Pérez,
Bienvenido Leal Prandy
y Ulises Cerón Polanco.


Pisadas del ejemplo,
Sublime Flora
donde el plomo
y el canto
de jilgueros
arrodillaron
la muerte.

Abrigo
del miedo,
encuentro resplandeciente
del honor

Amaury Germán Aristy,
Virgilio Perdomo Pérez,
Bienvenido Leal Prandy
y Ulises Cerón Polanco,
estatuas y perennidad
del sacrificio, ondeado
en la piel de las Américas…

Jamás
la República Dominicana,
había crecido encima de los hombros
de las palmas
en armas

Contra  jauría y manada
 de
remolinos
corruptos y míseros
de
dignidad

gloria eterna
a Los Palmeros
sembrados en el vientre
de la bandera nacional

 Autor:
 Lic. Ramón Danilo Correa Cuevas
Miembro del Colegio Dominicano
de Periodistas (CDP),C 3-155

10 de Enero, 2013

NOTA: “Como ofrenda a los combatientes, resistiendo a fuerzas
 militares y policiales, del régimen fascista del criminal presidente de la época,
Joaquín Balaguer. Estos Jóvenes intelectuales del movimiento revolucionario
patriótico, se revelaron, contra la política de impunidad de este remanente trujillista (Balaguer)”


 Los derechos  reservados en todas sus partes,
por la oficina de derecho de autor, según leyes dominicanas

viernes, 9 de enero de 2015

Caretas de la Patria: Cintillo imaginario de como son los Cementerios en...

Caretas de la Patria: Cintillo imaginario de como son los Cementerios en...: Columna de Opinión         ---------- Organizando Ideas       Danilo Correa   Juan de Los Santos , es el  Sindico de Santo D...

domingo, 28 de diciembre de 2014

Hombre pensamiento y acción democratica

   


   Juan Bosch nació en La Vega, República Dominicana, el 30 de junio de 1909 y murió en Santo Domingo el 1 de noviembre de 2001.
      El profesor Juan Bosch, narrador, ensayista, educador, historiador, biógrafo, político, ex-presidente de la República Dominicana, inició su carrera literaria con un pequeño libro de cuentos, Camino Real (1933), donde narraba en gran parte lo que había visto, escuchado y vivido en su pueblo, La Vega. De esa misma época, es su primera novela breve La Mañosa (1936), donde el personaje central es una mula y el narrador es un niño enfermizo.
          Después, antes de salir al exilio, donde viviría durante más de veinte años, el precursor del cuento dominicano publicaría sus cuentos en periódicos y revistas dominicanas. De aquella época son «La mujer» (cuento que ha sido seleccionado por casi la totalidad de las antologías de cuentos de Hispanoamérica), «Dos pesos de agua» y «El abuelo».
          Pero cuando el profesor Bosch regresó a la República Dominicana, apenas los más viejos conocían que era cuentista. A su llegada, se reunieron sus cuentos en dos volúmenes: Cuentos escritos en el exilio (1964), que incluía «Cuento de Navidad» y «Manuel Sicurí», publicados en ediciones independientes en el extranjero, y Más cuentos escritos en el exilio, (1964), donde se incluyeron, también, cuentos publicados en ediciones independientes, como «La muchacha de la Güaira», publicado en Chile, en 1955.
          Pero Bosch ya había publicado libros, en el extranjero, no precisamentede cuentos, que lo habían dado a conocerer en otros países como biógrafo y ensayista, antes que en su propio país, como Hostos, el sembrador(Cuba, 1939), Judas Iscariote, el calumniado (Chile, 1955).
          Aunque dejó de escribir cuentos desde los años sesenta (el último o escribió para una antologia de cuentos para niños, preparada por el pianista, poeta y dramaturgo Manuel Rueda), el profesor Bosch es reconocido como el precursor del cuento y, sobre todo, de la narrativa social dominicana.).
          Con una prosa imitada por pocos narradores dominicanos de hoy (por lo díficil, aunque se trate de decir lo contrario), en los cuentos de Bosch la problemática social (la preocupación por el hombre y por la fuerza de los procesos sociales que ejercen sobre el individuo) es tratada desde diferentes ángulos, sin hacer, casi siempre, alusión a sistemas o gobiernos determinados.
          Pero no sólo los cuentos del profesor Bosch son guías para el cuentista, si no que sus Apuntes sobre el arte de escribir cuentos es un texto para los estudiantes de otros países como Cuba, llegando a llamar la atención del narrador colombiano Gabriel García Márquez, quien ha declarado más de una vez que Bosch es su profesor).
          La última creación narrativa del profesor Bosch, la novela El oro y la paz (Premio Novela Nacional de Literatura, 1975), aunque escrita en dos versiones, a primera en 1957, mientras el escritor se hallaba viviendo en Cuba, en su primer exilio, y la segunda versión en Puerto Rico, 1964, donde estuvo pasando su otro exilio, es una obra maestra en a Literatura dominicana).
        Las obras de Bosch comprenden, también, ensayos y biografías de grandes figuras de la historia sagrada.
         Es díficil, por no decir imposible, resumir los temas en los cuentos de Juan Bosch. Hay, sin embargo, dos preocupaciones que aparecen en sus mejores cuentos: los problemas sociales, y la preocupación filosófica (por no decir, existencial). Ahí están «La nochebuena de Encarnación Mendoza» (para nosotros, su cuento más perfecto), «Los amos», «Luis Pié», «La muchacha de la Güaira», «Dos pesos de agua» y «La mujer» para probarlo.
[Adaptado de un artículo que escribimos para el periódico El Día, el 12 de enero del 1983.]

Obras:
Narrativa:
Camino Real (1933)
Indios (1935)
La mañosa (1936)
Dos pesos de agua (1941)
La muchacha de la Güaira (1955)
Cuentos de Navidad (1956)
Cuentos escritos en el exilio (1962)
Más cuentos escritos en el exilio (1962).
El oro y la paz (1975

Ensayos:
Mujeres en la vida de Hostos (1938)
Hostos, el Sembrador (1939)
Apuntes sobre el arte de escribir cuentos (1947)
Judas Iscariote, el Calumniado (1955)
Trujillo, causas de una tiranía sin ejemplo (1961)
David, biografía de un rey (1963)
Breve historia de la oligarquía (1970)
Composición social dominicana (1970)
Tres conferencia sobre feudalismo (1971)
Breve historia de la oligarquía (1971)
El Napoleón de las guerrillas (1976)
El Caribe, fronterra imperial: de Cristóbal Colon a Fidel Castro (1978)
Viaje a las antípodas (1978)
Conferencias y artículos (1980)
La revolución de abril (1980)
La guerra de la Restauración (1980)
Clases sociales en la República Dominicana (1983)
Capitalismo, democracia y liberación nacional (1983)
La fortuna de Trujillo (1985)
La pequeña burguesía en la historia de la República Dominicana (1985)
Capitalismo tardío en la República Dominicana
 (1986)
Máximo Gómez: de Monte Cristi a la gloria (1986)
El Estado, sus orígenes y desarrollo (1987)
Textos culturales y literarios (1988)
Dictaduras dominicanas (1988)
Póker de Espanto en El Caribe. Temas económicos (1990)
Breve historia de los pueblos árabes (1991).


Efigie del pensamiento democrático político y cultural del pueblo Dominicano

Juan Boach



Profesor: Juan Bosch

LA MUJER....

La carretera está muerta. Nadie ni nada la resucitará. Larga, infinitamente larga, ni en la piel gris se le ve vida. El sol la mató; el sol de acero, de tan candente al rojo, un rojo que se hizo blanco. Tornose luego transparente el acero blanco, y sigue ahí, sobre el lomo de la carretera.
Debe hacer muchos siglos de su muerte. La desenterraron hombres con picos y palas. Cantaban y picaban; algunos había, sin embargo, que ni cantaban ni picaban. Fue muy largo todo aquello. Se veía que venían de lejos: sudaban, hedían. De tarde el acero blanco se volvía rojo; entonces en los ojos de los hombres que desenterraban la carretera se agitaba una hoguera pequeñita, detrás de las pupilas.
La muerta atravesaba sabanas y lomas y los vientos traían polvo sobre ella. Después aquel polvo murió también y se posó en la piel gris.
A los lados hay arbustos espinosos. Muchas veces la vista se enferma de tanta amplitud. Pero las planicies están peladas. Pajonales, a distancia. Tal vez aves rapaces coronen cactos. Y los cactos están allá, más lejos, embutidos en el acero blanco.
También hay bohíos, casi todos bajos y hechos con barro. Algunos están pintados de blanco y no se ven bajo el sol. Sólo se destaca el techo grueso, seco, ansioso de quemarse día a día. Las cañas dieron esas techumbres por las que nunca rueda agua.
La carretera muerta, totalmente muerta, está ahí, desenterrada, gris. La mujer se veía, primero, como un punto negro, después, como una piedra que hubieran dejado sobre la momia larga. Estaba allí tirada sin que la brisa le moviera los harapos. No la quemaba el sol; tan sólo sentía dolor por los gritos del niño. El niño era de bronce, pequeñín, con los ojos llenos de luz, y se agarraba a la madre tratando de tirar de ella con sus manecitas. Pronto iba la carretera a quemar el cuerpo, las rodillas por lo menos, de aquella criatura desnuda y gritona.
La casa estaba allí cerca, pero no podía verse.
A medida que se avanzaba crecía aquello que parecía una piedra tirada en medio de la gran carretera muerta. Crecía, y Quico se dijo: "Un becerro, sin duda, estropeado por un auto".
Tendió la vista: la planicie, la sabana. Una colina lejana, con pajonales, como si fuera esa colina sólo un montoncito de arena apilada por los vientos. El cauce de un río; las fauces secas de la tierra que tuvo agua mil años antes de hoy. Se resquebrajaba la planicie dorada bajo el pesado acero transparente. Y los cactos, los cactos coronados de aves rapaces.
Más cerca ya, Quico vio que era persona. Oyó distintamente los gritos del niño.
El marido le había pegado. Por la única habitación del bohío, caliente como horno, la persiguió, tirándole de los cabellos y machacándole la cabeza a puñetazos.
-¡Hija de mala madre! ¡Hija de mala madre! ¡Te voy a matar como a una perra, desvergonsá!
-Pero si nadie pasó, Chepe: nadie pasó -quería ella explicar.
-¿Que no? ¡Ahora verás!
Y volvía a golpearla.
El niño se agarraba a las piernas de su papá, no sabía hablar aún y pretendía evitarlo. Él veía la mujer sangrando por la nariz. La sangre no le daba miedo, no, solamente deseos de llorar, de gritar mucho. De seguro mamá moriría si seguía sangrando.
Todo fue porque la mujer no vendió la leche de cabra, como él se lo mandara; al volver de las lomas, cuatro días después, no halló el dinero. Ella contó que se había cortado la leche; la verdad es que la bebió el niño. Prefirió no tener unas monedas a que la criatura sufriera hambre tanto tiempo.
Le dijo después que se marchara con su hijo:
-¡Te mataré si vuelves a esta casa!
La mujer estaba tirada en el piso de tierra; sangraba mucho y nada oía. Chepe, frenético, la arrastró hasta la carretera. Y se quedó allí, como muerta, sobre el lomo de la gran momia.
Quico tenía agua para dos días más de camino, pero la gastó en rociar la frente de la mujer. La llevó hasta el bohío, dándole el brazo, y pensó en romper su camisa listada para limpiarla de sangre. Chepe entró por el patio.
-¡Te dije que no quería verte má aquí, condená!
Parece que no había visto al extraño. Aquel acero blanco, transparente, le había vuelto fiera, de seguro. El pelo era estopa y las córneas estaban rojas.
Quico le llamó la atención; pero él, medio loco, amenazó de nuevo a su víctima. Iba a pegarle ya. Entonces fue cuando se entabló la lucha entre los dos hombres.
El niño pequeñín comenzó a gritar otra vez; ahora se envolvía en la falda de su mamá.
La lucha era como una canción silenciosa. No decían palabra. Sólo se oían los gritos del muchacho y las pisadas violentas.
La mujer vio cómo Quico ahogaba a Chepe: tenía los dedos engarfiados en el pescuezo de su marido. Éste comenzó por cerrar los ojos; abría la boca y le subía la sangre al rostro.
Ella no supo qué sucedió, pero cerca, junto a la puerta, estaba la piedra; una piedra como lava, rugosa, casi negra, pesada. Sintió que le nacía una fuerza brutal. La alzó. Sonó seco el golpe. Quico soltó el pescuezo del otro, luego dobló las rodillas, después abrió los brazos con     amplitud y cayó de espaldas, sin quejarse, sin hacer un esfuerzo.
La tierra del piso absorbía aquella sangre tan roja, tan abundante. Chepe veía la luz brillar en ella.
La mujer tenía las manos crispadas sobre la cara, todo el pelo suelto y los ojos pugnando por saltar. Corrió. Sentía flojedad en las coyunturas. Quería ver si alguien venía. Pero sobre la gran carretera muerta, totalmente muerta, sólo estaba el sol que la mató. Allá, al final de la planicie, la colina de arenas que amontonaron los vientos. Y cactos embutidos en el acero.




La Nochebuena de Encarnación Mendoza


Con su sensible ojo de prófugo Encarnación Mendoza había distinguido el perfil de un árbol a veinte pasos, razón por la cual pensó que la noche iba a decaer. Anduvo acertado en su cálculo; donde empezó a equivocarse fue al sacar conclusiones de esa observación. Pues como el día se acercaba era de rigor buscar escondite, y él se preguntaba si debía internarse en los cerros que tenía a su derecha o en el cañaveral que le quedaba a la izquierda. Para su desgracia, escogió el cañaveral. Hora y media más tarde el sol del día 24 alumbraba los campos y calentaba ligeramente a Encarnación Mendoza, que yacía bocarriba tendido sobre hojas de caña.
A las siete de la mañana los hechos parecían estar sucediéndose tal como había pensado el fugitivo; nadie había pasado por las trochas cercanas. Por otra parte la brisa era fresca y tal vez llovería, como casi todos los años en Nochebuena. Y aunque no lloviera los hombres no saldrían de la bodega, donde estarían desde temprano consumiendo ron, hablando a gritos y tratando de alegrarse como lo mandaba la costumbre. En cambio, de haber tirado hacia los cerros no podría sentirse tan seguro. Él conocía bien el lugar; las familias que vivían en las hondonadas producían leña, yuca y algún maíz. Si cualquiera de los hombres que habitaban los bohíos de por allí bajaba aquel día para vender bastimentos en la bodega del batey y acertaba a verlo, estaba perdido. En leguas a la redonda no había quién se atreviera a silenciar el encuentro. Jamás sería perdonado el que encubriera a Encarnación Mendoza: y aunque no se hablaba del asunto todos los vecinos de la comarca sabían que aquel que le viera debía dar cuenta inmediata al puesto de guardia más cercano.
Empezaba a sentirse tranquilo Encarnación Mendoza, porque tenía la seguridad de que había escogido el mejor lugar para esconderse durante el día, cuando comenzó el destino a jugar en su contra.
Pues a esa hora la madre de Mundito pensaba igual que el prófugo: nadie pasaría por las trochas en la mañana, y si Mundito apuraba el paso haría el viaje a la bodega antes de que comenzaran a transitar los caminos los habituales borrachos del día de Nochebuena. La madre de Mundito tenía unos cuantos centavos que había ido guardando de lo poco que cobraba lavando ropa y revendiendo gallinas en el cruce de la carretera, que le quedaba al poniente, a casi medio día de marcha. Con esos centavos podía mandar a Mundito a la bodega para que comprara harina, bacalao y algo de manteca. Aunque lo hiciera pobremente, quería celebrar la Nochebuena con sus seis pequeños hijos, siquiera fuera comiendo frituras de bacalao.
El caserío donde ellos vivían -del lado de los cerros, en el camino que dividía los cañaverales de las tierras incultas- tendría catorce o quince malas viviendas, la mayor parte techadas de yaguas. Al salir de la suya, con el encargo de ir a la bodega, Mundito se detuvo un momento en medio del barro seco por donde en los días de zafra transitaban las carretas cargadas de caña. Era largo el trayecto hasta la bodega. El cielo se veía claro, radiante de luz que se esparcía sobre el horizonte de cogollos de caña; era grata la brisa y dulcemente triste el silencio. ¿Por qué ir solo, aburriéndose de caminar por trochas siempre iguales? Durante diez segundos Mundito pensó entrar al bohío vecino, donde seis semanas antes una perra negra había parido seis cachorros. Los dueños del animal habían regalado cinco, pero quedaba uno “para amamantar a madre”, y en él había puesto Mundito todo el interés que la falta de ternura había acumulado en su pequeña alma. Con sus nueve años cargados de precoz sabiduría, el niño era consciente de que si llevaba al cachorrillo tendría que cargarlo casi todo el tiempo, porque no podría hacer tanta distancia por sí solo. Mundito sentía que esa idea casi le autorizaba a disponer del perrito. De súbito, sin pensarlo más, corrió hacia la casucha gritando:
-¡Doña Ofelia, emprésteme a Azabache, que lo voy a llevar allí!
Oyénranle o no, ya él había pedido autorización, y eso bastaba. Entró como un torbellino, tomó el animalejo en brazos y salió corriendo, a toda marcha, hasta que se perdió a lo lejos. Y así empezó el destino a jugar en los planes de Encarnación Mendoza.
Porque ocurrió que cuando, poco antes de las nueve, el niño Mundito pasaba frente al tablón de caña donde estaba escondido el fugitivo, cansado, o simplemente movido por esa especie de indiferencia por lo actual y curiosidad por lo inmediato que es privilegio de los animales pequeños, Azabache se metió en el cañaveral. Encarnación Mendoza oyó la voz del niño ordenando al perrito que se detuviera. Durante un segundo temió que el muchacho fuera la avanzada de algún grupo. Estaba clara la mañana. Con su agudo ojo de prófugo él podía ver hasta dónde se lo permitía el barullo de tallos y hojas. Allí, al alcance de su mirada, estaba el niño. Encarnación Mendoza no tenía pelo de tonto. Rápidamente calculó que si lo hallaban atisbando era hombre perdido; lo mejor sería hacerse el dormido, dando la espalda al lado por dónde sentía el ruido. Para mayor seguridad, se cubrió la cara con el sombrero.
El negro cachorrillo correteó; jugando con las hojas de caña, pretendiendo saltar, torpe de movimientos, y cuando vio al fugitivo echado empezó a soltar diminutos y graciosos ladridos. Llamándolo a voces y gateando para avanzar, Mundito iba acercándose cuando de pronto quedó paralizado: había visto al hombre. Pero para él no era simplemente un hombre sino algo imponente y terrible; era un cadáver. De otra manera no sé explicaba su presencia allí y mucho menos su postura. El terror le dejó frío. En el primer momento pensó huir, y hacerlo en silencio para que el cadáver no se diera cuenta. Pero le parecía un crimen dejar a Azabache abandonado, expuesto al peligro de que el muerto se molestara con sus ladridos y lo reventara apretándolo con las manos. Incapaz de irse sin el animalito e incapaz de quedarse allí, el niño sentía que desfallecía. Sin intervención de su voluntad levantó una mano, fijó la mirada en el difunto, temblando mientras el perrillo reculaba y lanzaba sus pequeños ladridos. Mundito estaba seguro de que el cadáver iba a levantarse de momento. En su miedo, pretendió adelantarse al muerto: pegó un saltó sobre el cachorrillo, al cual agarró con nerviosa violencia por el pescuezo, y a seguidas, cabeceando contra las cañas, cortándose el rostro y las manos, impulsado por el terror, ahogándose, echó a correr hacia la bodega. Al llegar allí, a punto de desfallecer por el esfuerzo y el pavor, gritó señalando hacia el lejano lugar de su aventura:
-¡En la Colonia Adela hay un hombre muerto!
A lo que un vozarrón áspero respondió gritando:
-¿Qué tá diciendo ese muchacho?
Y como era la voz del sargento Rey, jefe de puesto del Central, obtuvo el mayor interés de parte de los presentes así como los datos que solicitó del muchacho. El día de Nochebuena no podía contarse con el juez de La Romana para hacer el levantamiento del cadáver, pues debía andar por la Capital disfrutando sus vacaciones de fin de año. Pero el sargento era expeditivo; quince minutos después de haber oído a Mundito el sargento Rey iba con dos números y diez o doce curiosos hacia el sitio donde yacía el presunto cadáver. Eso no había entrado en los planes de Encarnación Mendoza.

El propósito de Encarnación Mendoza era pasar la Nochebuena con su mujer y sus hijos. Escondiéndose de día y caminando de noche había recorrido leguas y leguas, desde las primeras estribaciones de la Cordillera, en la provincia del Seybo, rehuyendo todo encuentro y esquivando bohíos, corrales y cortes de árboles o quemas de tierras. En toda la región se sabía que él había dado muerte al cabo Pomares, y nadie ignoraba que era hombre condenado donde se le encontrara. No debía dejarse ver de persona alguna, excepto de Nina y de sus hijos. Y los vería sólo una hora o dos, durante la Nochebuena. Tenía ya seis meses huyendo, pues fue el día de San Juan cuando ocurrieron los hechos que le costaron la vida al cabo Pomares.

Necesariamente debía ver a su mujer y a sus hijos. Era un impulso bestial el que le empujaba a ir, una fuerza ciega a la cual no podía resistir. Con todo y ser tan limpio de sentimientos, Encarnación Mendoza comprendía que con el deseos de abrazar a su mujer y de contarles un cuento a los niños iba confundida una sombra de celos. Pero además necesitaba ver la casucha, la luz de lámpara iluminando la habitación donde se reunían cuando él volvía del trabajo y los muchachos le rodeaban para que él los hiciera reír con sus ocurrencias. El cuerpo le pedía ver hasta el sucio camino, que se hacía lodazal en los tiempos de lluvia. Tenía que ir o se moriría de una pena tremenda.

Encarnación Mendoza estaba acostumbrado a hacer lo que deseaba; nunca deseaba nada malo, y se respetaba a sí mismo. Por respeto a sí mismo sucedió lo del día de San Juan, cuando el cabo Pomares le faltó pegándole en la cara, a él, que por no ofender no bebía y que no tenía más afán que su familia. Sucediera lo que sucediera, y aunque el mismo Diablo hiciera oposición, Encarnación Mendoza pasaría la 

Nochebuena en su bohío. Solo imaginar que Nina y los muchachos estarían tristes, sin un peso para celebrar la fiesta, tal vez llorando por él, le partía el alma y le hacía maldecir de dolor.
Pero el plan se había enredado algo. Era cosa de ponerse a pensar si el muchacho hablaría o se quedaría callado. Se había ido corriendo, a lo que pudo colegir Encarnación por la rapidez de los pasos, y tal vez pensó que se trataba de un peón dormido. Acaso hubiera sido prudente alejarse de allí, meterse en otro tablón de caña. Sin embargo, valía la pena pensarlo dos veces, porque si tenía la fatalidad de que alguien pasara por la trocha de ida o de vuelta, y le veía cruzando camino y le reconocía, era hombre perdido. No debía precipitarse; ahí, por de pronto, estaba seguro. A las nueve de la noche podría salir; caminar con cautela orillando los cerros, y estaría en su casa a las once, tal vez a las once y un cuarto. Sabía lo que iba a hacer; llamaría por la ventana de la habitación en voz baja y le diría a Nina que abriera, que era él, su marido. Ya le parecía estar viendo a Nina con su negro pelo caído sobre las mejillas, los ojos oscuros y brillantes, la boca carnosa, la barbilla saliente. Ese momento de la llegada era la razón de ser de su vida; no podía arriesgarse a ser cogido antes. Cambiar de tablón en pleno día era correr riesgo. Lo mejor sería descansar, dormir...

Despertó al tropel de pasos y a la voz del niño que decía:
-Taba ahí, sargento.
-¿Pero en cuál tablón; en ése o en el de allá?
-En ése -aseguró el niño.

“En ése” podía significar que el muchacho estaba señalando hacia el que ocupaba Encarnación, hacia uno vecino o hacia el de enfrente. Porque a juzgar por las voces el niño y el sargento se hallaban en la trocha, tal vez en un punto intermedio entre varios tablones de caña. Dependía de hacia dónde estaba señalando el niño cuando decía “ése”. La situación era realmente grave, porque de lo que no había duda era de que ya había gente localizando al fugitivo. El momento, pues, no era de dudar, sino de actuar. Rápido en la decisión, Encarnación Mendoza comenzó a gatear con suma cautela, cuidándose de que el ruido que pudiera hacer se confundiera con el de las hojas del cañaveral batidas por la brisa. Había que salir de allí pronto, sin perder un minuto. Oyó la áspera voz del sargento:
-¡Métase por ahí, Nemesio, que yo voy por aquí! ¡Usté, Solito, quédese por aquí!

Se oían murmullos y comentarios. Mientras se alejaba, agachado, con paso felino, Encarnación podía colegir que había varios hombres en el grupo que le buscaba. Sin duda las cosas estaban poniéndose feas.
Feas para él y feas para el muchacho, quienquiera que fuese. Porque cuando el sargento Rey y el número Nemesio Arroyo recorrieron el tablón de caña en que se habían metido, maltratando los tallos más tiernos y cortándose las manos y los brazos, y no vieron cadáver alguno, empezaron a creer que era broma lo del hombre muerto en la Colonia Adela.

-¿Tú ta seguro que fue aquí, muchacho? -preguntó el sargento.
-Sí, aquí era -afirmó Mundito, bastante asustado ya.
-Son cosa de muchacho, sargento; ahí no hay nadie -terció el número Arroyo.

El sargento clavó en el niño una mirada fija, escalofriante, que lo llenó de pavor.
-Mire, yo venía por aquí con Azabache -empezó a explicar Mundito- y lo diba corriendo asina -lo cual dijo al tiempo que ponía el perrito en el suelo-, y él cogió y se metió ahí.
Pero el número Solito Ruiz interrumpió la escenificación de Mundito preguntando:
-¿Cómo era el muerto?

-Yo no le vide la cara -dijo el niño, temblando de miedo-; solamente le vide la ropa. Tenía un sombrero en la cara. Taba asina, de lao...
-¿De qué color era el pantalón? -inquirió el sargento.

-Azul, y la camisa como amarilla, y tenía un sombrero negro encima de la cara...
Pero el pobre Mundito apenas podía hablar; se hallaba aterrorizado, con ganas de llorar. A su infantil idea de las cosas, el muerto se había ido de allí sólo para vengarse de su denuncia y hacerlo quedar como un mentiroso. Seguramente en la noche le saldría en la casa y lo perseguiría toda a vida.

De todas maneras, supiéralo o no Mundito en ese tablón de cañas no darían con el cadáver. Encarnación Mendoza había cruzado con sorprendente celeridad hacia otro tablón, y después hacia otro más; y ya iba atravesando la trocha para meterse en un tercero cuando el niño, despachado por el sargento, pasaba corriendo con el perrillo bajo el brazo. Su miedo lo paró en seco al ver el torso y una pierna del difunto que entraban en el cañaveral. No podía ser otro, dado que la ropa era la que había visto por la mañana.
-¡Ta aquí, sargento; ta aquí! -gritó señalando hacia el punto por donde se había perdido el fugitivo-. ¡Dentró ahí!

Y como tenía mucho miedo siguió su carrera hacia su casa, ahogándose, lleno de lástima consigo mismo por el lío en qué sé había metido. El sargento, y con él los soldados y curiosos que le acompañaban, se había vuelto al oír la voz del chiquillo.
-Cosa de muchacho -dijo calmosamente Nemesio Arroyo.
Pero el sargento, viejo en su oficio, era suspicaz:
-Vea, algo hay. ¡Rodiemo ese tablón di una ve!-gritó.

Y así empezó la cacería, sin qué los cazadores supieran qué pieza perseguían.
Era poco más de media mañana. Repartidos en grupos, cada militar iba seguido de tres o cuatro peones, buscando aquí y allá, corriendo por las trochas, todos un poco bebidos y todos excitados. Lentamente, las pequeñas nubes azul oscuro que descansaban al ras del horizonte empezaron a crecer y a ascender cielo arriba. Encarnación Mendoza sabía ya que estaba más o menos cercado. Sólo que a diferencia de sus perseguidores -que ignoraban a quién buscaban-, él pensaba que el registro del cañaveral obedecía al propósito de echarle mano y cobrarle lo ocurrido el día de San Juan.

Sin saber a ciencia cierta dónde estaban los soldados, el fugitivo se atenía a su instinto y a su voluntad de escapar; y se corría de un tablón a otro, esquivando el encuentro con los soldados. Estaba ya a tanta distancia de ellos que si se hubiera quedado tranquilo hubiese podido esperar hasta el oscurecer sin peligro de ser localizado. Pero no se hallaba seguro y seguía pasando de tablón a tablón. Al cruzar una trocha fue visto de lejos, y una voz proclamó a todo pulmón:

-¡Allá va, sargento, allá va; y se parece a Encarnación Mendoza!
¡Encarnación Mendoza! De golpe todo el mundo quedó paralizado. ¡Encarnación Mendoza!
-¡Vengan! -demandó el sargento a gritos; y a seguidas echó a correr, el revólver en la mano, hacia donde señalaba el peón que había visto el prófugo.

Era ya cerca de mediodía, y aunque los crecientes nubarrones convertían en sofocante y caluroso el ambiente, los cazadores del hombre apenas lo notaban; corrían y corrían, pegando voces, zigzagueando, disparando sobre las cañas. Encarnación se dejó ver sobre una trocha distante, sólo un momento, huyendo con la velocidad de una sombra fugaz, y no dio tiempo al número Solito Ruiz para apuntarle su fusil.
-¡Que vaya uno al batey y diga de mi parte que me manden do número! -ordenó a gritos el sargento.
Nerviosos, excitados, respirando sonoramente y tratando de mirar hacia todos los ángulos a un tiempo, los perseguidores corrían de un lacia a otro dándose voces entre sí, recomendándose prudencia cuando alguno amagaba meterse entre las cañas.

Pasó el mediodía. Llegaron no dos, sino tres números y como nueve o diez peones más; se dispersaron en grupos y la cacería se extendió a varios tablones. A la distancia se veían pasar de pronto un soldado y cuatro o cinco peones, lo cual entorpecía los movimientos, pues era arriesgado tirar si gente amiga estaba al otro extremo. Del batey iban saliendo hombres y hasta alguna mujer; y en la bodega no quedó sino el dependiente, preguntando a todo hijo de Dios que cruzaba si “ya lo habían cogido”.

Encarnación Mendoza no era hombre fácil. Pero a eso de las tres, en el camino que dividía el cañaveral de los cerros, esto es, a más de dos horas del batey, un tiro certero le rompió la columna vertebral al tiempo que cruzaba para internarse en la realeza. Se revolcaba en la tierra, manando sangre, cuando recibió catorce tiros más, pues los soldados iban disparándole a medida que se acercaban. Y justamente entonces empezaban a caer las primeras gotas de la lluvia que había comenzado a insinuarse a media mañana.
Estaba muerto Encarnación Mendoza. Conservaba las líneas del rostro, aunque tenía los dientes destrozados por un balazo de máuser. Era día de Nochebuena y él había salido de la Cordillera a pasar la 

Nochebuena en su casa, no en el batey, vivo o muerto. Comenzaba a llover, y el sargento estaba pensando algo. Si él sacaba el cadáver a la carretera, que estaba hacia el poniente, podía llevarlo ese mismo día a Macorís y entregarle ese regalo de Pascuas al capitán; si lo llevaba al batey tendría que coger allí un tren del ingenio para ir a la Romana, y como el tren podría tardar mucho en salir llegaría a la ciudad tarde en la noche, tal vez demasiado tarde para trasladarse a Macorís. En la carretera las cosas son distintas; pasan con frecuencia vehículos, él podría detener un automóvil, hacer bajar la gente y meter el cadáver o subirlo sobre la carga de un camión.
-¡Búsquese un caballo ya memo que vamo a sacar ese vagabundo a la carretera -dijo dirigiéndose al que tenía más cerca.

No apareció caballo sino burro; y eso, pasadas ya las cuatro, cuando el aguacero pesado hacía sonar sin descanso los sembrados de caña. El sargento no quería perder tiempo. Varios peones, estorbándose los unos a los otros, colocaron el cadáver atravesado sobre el asno y lo amarraron cómo pudieron. Seguido por dos soldados y tres curiosos a los que escogió para que arrearan el burro, el sargento ordenó la marcha bajo la lluvia.

No resultó fácil el camino. Tres veces, antes de llegar al primer caserío, el muerto resbaló y quedó colgado bajo el vientre del asno. Éste resoplaba y hacía esfuerzos para trotar entre el barro, que ya empezaba a formarse. Cubiertos sólo con sus sombreros de reglamento al principio, los soldados echaron mano a pedazos de yaguas, a hojas grandes arrancadas a los árboles, o se guarecían en el cañaveral de rato en rato, cuando la lluvia arreciaba más. La lúgubre comitiva anduvo sin cesar la mayor parte del tiempo; en silencio, la voz de un soldado comentaba:
-Vea ese sinvergüenza.

O simplemente aludía al cabo Pomares, cuya sangre había sido al fin vengada.
Oscureció del todo, sin duda más temprano que de costumbre por efectos de la lluvia; y con la oscuridad el camino se hizo más difícil, razón por la cual la marcha se tornó lenta. Serían más de las siete, y apenas llovía entonces, cuando uno de los peones dijo:
-Allá se ve una lucecita.

-Sí, del caserío -explicó el sargento; y al instante urdió un plan del que se sintió enormemente satisfecho. Pues al sargento no le bastaba la muerte de Encarnación Mendoza. El sargento quería algo más. Así, cuando un cuarto de hora después se vio frente a la primera casucha del lugar, ordenó con su áspera voz:

-Desamarren ese muerto y tírenlo ahí adentro, que no podemo seguir mojándono.
Decía esto cuando la lluvia era tan escasa que parecía a punto de cesar; y al hablar observaba a los hombres que se afanaban en la tarea de librar el cadáver de cuerdas. Cuando el cuerpo estuvo suelto llamó a la puerta de la casucha justo a tiempo para que la mujer que salió a abrir recibiera sobre los pies, tirado como el de un perro, el cuerpo de Encarnación Mendoza. El muerto estaba empapado en agua, sangre y lodo, y tenía los dientes destrozados por un tiro, lo que le daba a su rostro antes sereno y bondadoso la apariencia de estar haciendo una mueca horrible.

La mujer miró aquella masa inerte; sus ojos cobraron de golpe la inexpresiva fijeza de la locura; y llevándose una mano a la boca comenzó a retroceder lentamente, hasta que a tres pasos paró y corrió desolada sobre el cadáver al tiempo que gritaba:

-¡Hay m'shijo, se han quedao güérfano... han matao a Encarnación!
Espantados, atropellándose, los niños salieron de la habitación, lanzándose a las faldas de la madre.
-Entonces se oyó una voz infantil en la que se confundían llanto y horror:
-¡Mamá, mi mamá!... ¡Ese fue el muerto que yo vide hoy en el cañaveral!



Los Amos

Cuando ya Cristino no servía ni para ordeñar una vaca, don Pío lo llamó y le dijo que iba a hacerle un regalo.
-Le voy a dar medio peso para el camino. Usté esta muy mal y no puede seguir trabajando. Si se mejora, vuelva.
Cristino extendió una mano amarilla, que le temblaba.
-Mucha gracia, don. Quisiera coger el camino ya, pero tengo calentura.
-Puede quedarse aquí esta noche, si quiere, y hasta hacerse una tisana de cabrita. Eso es bueno.
Cristino se había quitado el sombrero, y el pelo abundante, largo y negro le caía sobre el pescuezo. La barba escasa parecía ensuciarle el rostro, de pómulos salientes.
-Ta bien, don Pío -dijo-; que Dio se lo pague.
Bajó lentamente los escalones, mientras se cubría de nuevo la cabeza con el viejo sombrero de fieltro negro. Al llegar al último escalón se detuvo un rato y se puso a mirar las vacas y los críos.
-Que animao ta el becerrito -comentó en voz baja.
Se trataba de uno que él había curado días antes. Había tenido gusanos en el ombligo y ahora correteaba y saltaba alegremente.
Don Pío salió a la galería y también se detuvo a ver las reses. Don Pío era bajo, rechoncho, de ojos pequeños y rápidos. Cristino tenía tres años trabajando con él. Le pagaba un peso semanal por el ordeño, que se hacía de madrugada, las atenciones de la casa y el cuido de los terneros. Le había salido trabajador y tranquilo aquel hombre, pero había enfermado y don Pío no quería mantener gente enferma en su casa.
Don Pío tendió la vista. A la distancia estaban los matorrales que cubrían el paso del arroyo, y sobre los matorrales, las nubes de mosquitos. Don Pío había mandado poner tela metálica en todas las puertas y ventanas de la casa, pero el rancho de los peones no tenía ni puertas ni ventanas; no tenía ni siquiera setos. Cristino se movió allá abajo, en el primer escalón, y don Pío quiso hacerle una última recomendación.
-Cuando llegue a su casa póngase en cura, Cristino.
-Ah, sí, cómo no, don. Mucha gracia -oyó responder.
El sol hervía en cada diminuta hoja de la sabana. Desde las lomas de Terrero hasta las de San Francisco, perdidas hacia el norte, todo fulgía bajo el sol. Al borde de los potreros, bien lejos, había dos vacas. Apenas se las distinguía, pero Cristino conocía una por una todas las reses.
-Vea, don -dijo- aquella pinta que se aguaita allá debe haber parío anoche o por la mañana, porque no le veo barriga.
 Don Pío caminó arriba.
-¿Usté cree, Cristino? Yo no la veo bien.
-Arrímese pa aquel lao y la verá.
Cristino tenía frío y la cabeza empezaba a dolerle, pero siguió con la vista al animal.
-Dese una caminata y me la arrea, Cristino -oyó decir a don Pío.
-Yo fuera a buscarla, pero me toy sintiendo mal.
-¿La calentura?
-Unjú, me ta subiendo.
-Eso no hace. Ya usté está acostumbrado, Cristino. Vaya y tráigamela.
Cristino se sujetaba el pecho con los dos brazos descarnados. Sentía que el frío iba dominándolo. Levantaba la frente. Todo aquel sol, el becerrito...
-¿Va a traérmela? -insistió la voz.
Con todo ese sol y las piernas temblándole, y los pies descalzos llenos de polvo.
-¿Va a buscármela, Cristino?
Tenía que responder, pero la lengua le pesaba. Se apretaba más los brazos sobre el pecho. Vestía una camisa de listado sucia y de tela tan delgada que no le abrigaba.
Resonaron pisadas arriba y Cristino pensó que don Pío iba a bajar. Eso asustó a Cristino.
-Ello sí, don -dijo-: voy a dir. Deje que se me pase el frío.
-Con el sol se le quita. Hágame el favor, Cristino. Mire que esa vaca se me va y puedo perder el becerro.
Cristino seguía temblando, pero comenzó a ponerse de pie.
-Si: ya voy, don -dijo.
-Cogió ahora por la vuelta del arroyo -explicó desde la galería don Pío.
Paso a paso, con los brazos sobre el pecho, encorvado para no perder calor, el peón empezó a cruzar la sabana. Don Pío lo veía de espaldas. Una mujer se deslizó por la galería y se puso junto a don Pío.
-¡Qué día tan bonito, Pío! -comentó con voz cantarina.
El hombre no contestó. Señaló hacia Cristino, que se alejaba con paso torpe como si fuera tropezando.
-No quería ir a buscarme la vaca pinta, que parió anoche. Y ahorita mismo le di medio peso para el camino.
Calló medio minuto y miró a la mujer, que parecía demandar una explicación.
-Malagradecidos que son, Herminia -dijo-. De nada vale tratarlos bien.
Ella asintió con la mirada.
-Te lo he dicho mil veces, Pío -comentó. Y ambos se quedaron mirando a Cristino, que ya era apenas una mancha sobre el verde de la sabana.


viernes, 26 de diciembre de 2014

RESEÑA SOBRE CIEN AÑOS DE SOLEDAD DE GABRIEL GARCÍA MÁRQUEZ POR CARMEN CUADRADO BRIONES(1º DE BACH A) Y MARTA ZARZA (2º DE BACH. A)





Cien años de soledad es una obra del escritor colombiano Gabriel García Márquez, se trata de uno de los libros en español más traducido y leído, en 1999 el diario Le Monde, lo incluyó en el puesto número 33 de su lista “los 100 libros del siglo”.


La historia se centra en la familia Buendía, durante seis generaciones, desde José Arcadio Buendía y su mujer Úrsula, pertenecientes a una de las familias fundadoras del pueblo donde se desarrolla la trama-Macondo- hasta la sexta, Aureliano Babilonia. Se encuentra enmarcada en el principio del S. XX y se puede apreciar la guerra entre liberales y conservadores en la que se ve envuelto el Coronel Aureliano Buendía, perteneciente a la segunda generación,  así como la llegada de los americanos a Macondo que instalan una bananera.
Pertenece al género del realismo mágico y por ello aparecen elementos irreales, como el miedo de Úrsula por tener un hijo con cola de cerdo ya que ella y su marido son primos o el diluvio en el cual se ve sumido Macondo durante años. Al principio de la novela tienen gran importancia la presencia de los gitanos que traen al pueblo nuevo inventos lo que despierta en José Arcadio Buendía el deseo por la alquimia que lo termina por llevar a la locura. De entre todos los gitanos destaca Melquíades que termina viviendo con la familia hasta su muerte y que deja unos manuscritos que solo podrán ser descifrados cuando pasen cien años. La soledad está muy presente en toda la obra, pues ninguno de los miembros de la familia parece encontrar el amor verdadero, como queda reflejado al final de la misma “… porque las estirpes condenadas a cien años de soledad no tenían una segunda oportunidad sobre la tierra
Me parece una obra muy buena con una trama bastante interesante, narrada de una forma sencilla que facilita su lectura pese a no tener diálogos. Sin embargo  en ocasiones puede resultar un poco lioso si no llevas bien el recuento de  los nombres de los personajes,  pues estos se suelen repetir durante todos los miembros de la familia y en ocasiones unos se mezclan con otros. Se la recomendaría a todo aquel a la que le guste leer, del mismo modo que recomendaría otras obras de este autor que también he podido leer como Crónica de una muerte anunciada, un libro más ligero y que, al igual que este, te acerca a las costumbres y a la forma de ver la vida de las sociedades hispanoamericanas


RESEÑA DE CARMEN CUADRADO BRIONES (1º BACH A)


Cien Años de Soledad me ha parecido un libro muy orginal y en general bastante interesante, pero a pesar de esto, me ha costado bastante leerlo, no ya por el vocabulario o porque la historia fuese complicada o por la cantidad de nombres que había, sino porque al contar la historia de una familia,los Buendía, sus desgracias y tristes finales se iban repitiendo de generación en generación hasta el punto de llegar a ser pesado. Aún así he de decir que en su conjunto me ha gustado, no podría negarse que es un buen libro, pero no lo recomendaría. 

La mejor parte del libro es el principio, cuando los Buendía comienzan a cursar su historia creando un pueblo, Macondo, y algunos de miembros de la familia empiezan a interesarse por la ciencia descubriendo maravillas y desarrollando oficios como el de la plateria, al que se aficionaron casi todos los Aurelianos de la familia aunque cada uno en su generación. 

Hay personajes que traspasan generaciones y que son los que les dan vida y autenticidad el libro porque son personajes que intentan encauzar la vida de los descendientes manteniendo el espíritu de familia.  Un ejemplo de este hecho sería Úrsula quien vive más de cien años conociendo así a casi todas las generaciones de su familia.

La idea principal que saqué del libro al terminarlo es que hagas lo que hagas tu huella no quedará en el mundo para siempre ya que  una familia surge y su estirpe se acaba años después pero la vida sigue y aunque algunos notan la falta, cuando estos ya no estén nadie recordará. Sin embargo, tampoco hay que verlo todo en un sentido negativo y el libro  puede interpretarse como una llamada al carpe diem. El final del libro recoge parte de su encanto y creo que es este final el que lo ha salvado de que no me guste, ya que en las páginas finales se relacionan todos los sucesos que han ido surgiendo a lo largo de la historia y te das cuenta de que el autor aunque a veces te aburra, sabe compensarte al final.







Cien años de soledad
Publicada en 1967, Cien años de soledad relata el origen, la evolución y la ruina de Macondo, una aldea imaginaria que había hecho su aparición en las tres novelas cortas que su autor había publicado con anterioridad. Estructurada como una saga familiar, la historia de la estirpe de los Buendía se extiende por más de cien años, y cuenta con seis generaciones para hacerlo.
La crónica de los Buendía, que acumula una gran cantidad de episodios fantásticos, divertidos y violentos, y la de Macondo, desde su fundación hasta su fin, representan el ciclo completo de una cultura y un mundo. El clima de violencia en el que se desarrollan sus personajes es el que marca la soledad que los caracteriza, provocada más por las condiciones de vida que por las angustias existenciales del individuo.
El realismo mágico (también llamado lo real maravilloso) hace posible que la objetividad de la vida material se vea matizada por la subjetividad de la fantasía. Lo insólito (situaciones parecidas a los cuentos de hadas, levitaciones, premoniciones, la extrasensorialidad presente) da lugar a una atmósfera mágica que atenúa la miseria social y humana, de forma que lo mágico subraya la dureza y desajuste de la realidad, la violencia que domina la vida cotidiana.
Argumento
Dos familias, la de los Buendía y los Iguarán, han acabado por dar luz a un muchacho con cola de iguana a fuerza de casarse entre sí. Úrsula Iguarán, recién casada con José Arcadio Buendía, se niega a que el matrimonio se consume por temor a que también les nazca un hijo con cola. Ello da pie a que Prudencio Aguilar eche en cara José Arcadio su poco valor. José Arcadio acaba matándole por su provocación, pero el muerto se le aparece constantemente.
Huyendo del fantasma del muerto, y al frente de un grupo de compañeros, José Arcadio llega a una aldea de apenas "veinte casas de barro y cañabrava construida a la orilla de un río" y se queda a vivir en ella. Esta aldea se llama Macondo, mítico escenario de ésta y otras obras del autor. El único contacto que sus habitantes tienen con el exterior lo constituyen las periódicas visitas de unos gitanos capitaneados por un tal Melquíades, que, además de conocer el sánscrito, introducen en Macondo el hielo y el imán.
El libro se inicia, precisamente cuando Muchos años después, frente al pelotón de fusilamiento, el coronel Aureliano Buendía, hijo de José Arcadio, recuerda aquella tarde remota en que su padre lo llevó a conocer el hielo. Así comienza el libro, pero no la historia, que abarca, en realidad, cuatrocientos años y nos informa acerca de innumerables antepasados de José Arcadio y de su esposa Úrsula, revelando en su construcción, como gran parte de la narrativa hispanoamericana del momento, la influencia de Faulkner: su acción no avanza de manera cronológica, sino a brincos, por flashes que nos permiten conocer fragmentos de ella y sólo luego, al final, proporcionamos una visión global.

Gabriel García Márquez
El suceso más antiguo relatado en la obra ocurre en 1573, en una casa de Riohacha asaltada por Francis Drake. Después del asalto del inglés, una antepasada de Úrsula, casada con un aragonés trasplantado a Colombia, se asusta tanto que comienza a sufrir pesadillas protagonizadas por el pirata penetrando con sus perros por las ventanas del dormitorio. Para ahuyentar las pesadillas, el matrimonio se traslade a una ranchería del interior, donde conocen a los Buendía, unos criollos cultivadores de tabaco.
Un tataranieto del criollo se casa con una tataranieta del aragonés, y a partir de entonces las familias no dejarán de mezclar su sangre a lo largo de los tres siglos siguientes, hasta llegar a los ya citados José Arcadio y Úrsula, que tienen tres hijos: José Arcadio, Aureliano y Amaranta. El viejo José Arcadio muere loco de tanto estudiar, atado a un árbol del patio, y tras su muerte cae lluvia de flores. No es éste el único momento mágico de la novela.
José Arcadio hijo se casa con Rebeca, una prima lejana, por lo que su madre, encolerizada por que teme que puedan tener hijos con cola de iguana, la echa de casa. Cuando José Arcadio aparece muerto, Rebeca se encierra en la casa donde vivirá con Arcadio, un hijo bastardo que José Arcadio ha tenido con Pilar Ternera, una mujer del pueblo que también le ha dado un hijo (José Aureliano) a su hermano Aureliano.
Antes de morir fusilado por liberal, este Arcadio tendrá tres hijos con Santa Sofía de la Piedad: Remedios, José Arcadio Segundo y su gemelo Aureliano Segundo. A Remedios, que es muy bonita pero no brilla por su inteligencia, le pasa lo mismo que a su tía abuela Amaranta: los hombres que a ella le gustan no la quieren, y los que la quieren no le gustan. Cuando muere, después de habérsele muerto todos los novios, sube al cielo.
Respecto a Aureliano, se casó con una hermosa niña llamada también Remedios, la cual muere de un mal embarazo antes de cumplir un año. Aureliano organiza un ejército del que se nombra coronel y se marcha a luchar contra los conservadores. En el transcurso de veinte años participará en treinta y dos guerras civiles, que perderá indefectiblemente debido a la tristeza que le embarga, por lo que al final, cansado, firma la paz y regresa a Macondo, donde pasa el tiempo confeccionando pescaditos de oro, lo mismo que hacía antes de casarse, que luego deshace como Penélope hacía con su tela. Ello no le impide tener diecisiete hijos, uno de los cuales, llamado también Aureliano, será quien lleve el tren a Macondo.
Aureliano Segundo se enamora de Fernanda, una mujer muy hermosa, reina de Madagascar, emparentada con los Duques de Alba, que aparece en Macondo durante el carnaval. A pesar de que ignora donde vive, Aureliano Segundo sale en su busca, la encuentra, se casan y viven felices en la casa de Úrsula, a pesar de que el matrimonio corre peligro de naufragar porque Aureliano mantiene relaciones extraconyugales con Petra Cocer; pero como ésta les abastece de ganado, Fernanda acepta el hecho sin pestañear. El matrimonio tiene tres hijos: Meme, José Arcadio Tercero (al que la vieja Ursula manda a estudiar a Roma para que llegue a ser Papa), y Amaranta Úrsula.
José Arcadio Segundo es nombrado capataz de una compañía platanera dirigida por extranjeros, e interviene en una huelga con tres mil compañeros que morirán ametrallados en la plaza de la estación de Macondo. Único superviviente de la matanza, hasta la muerte de su hermano gemelo vivirá encerrado en una habitación donde se encuentran varias docenas de bacinillas.
Comienza a llover, una lluvia que ha de durar cuatro años, y cuando deja de hacerlo el ganado proporcionado por Petra ha muerto y la casa se ha reblandecido. Lo poco que aún queda de ella lo derriba Aureliano Segundo buscando la hipotética fortuna de la vieja Úrsula. Los únicos a quienes el temporal no ha afectado son Aureliano Babilonia, bastardo de Meme, y Amaranta Úrsula, la hija menor de Fernanda. Al poco tiempo, muere Amaranta, que ha hecho un pacto con la muerte durante un concierto de Meme; después muere Rebeca y después Arcadio Segundo. El mismo día, su madre, tal como le había prometido, degüella a su gemelo, para evitar que le entierren vivo.
En la casa sólo quedan Aureliano Babilonia, el bastardo de Meme, al que Fernanda, avergonzada, ha ocultado, y Fernanda, que pasa el tiempo escribiendo a sus hijos todas las fantasías que se le ocurren. Sintiendo próxima la muerte, se viste de reina y muere con toda dignidad, tras haber escrito unas memorias que lega al estudiante de papa, que vuelve meses después a Macondo sin haber aprobado los estudios. Éste encuentra la fortuna de Úrsula y la gasta con un grupo de chiquillos, pero un día se enfada, los azota y los echa de la casa. Después de una supuesta reconciliación, los chiquillos lo ahogan en la bañera durante una de sus fiestas.
Aureliano Babilonia, que lee cuanto cae en sus manos, queda solo en la casa con Amaranta Úrsula, abandonada por su marido, un belga que sueña con el correo aéreo y que, aunque va a todos lados atado por un hilo de seda a la muñeca de su mujer, la deja para ir en busca de un avión perdido. Al quedar solos, Aureliano Babilonia y Amaranta Úrsula, que ignoran su parentesco, se enamoran y tienen un hijo, que nace con la consabida cola. Amaranta muere de una hemorragia y Aureliano se emborracha y es recogido en la calle por una antigua amante.
Cuando regresa por la mañana a su casa, las hormigas se han comido al niño. Al final, un ciclón se lleva la casa por los aires, mientras Aureliano lee en unos pergaminos del gitano Melquíades la historia de la familia y la profecía de que no durará más que el tiempo de su lectura: "antes de llegar al verso final ya había comprendido que no saldría jamás de ese cuarto, pues estaba previsto que la ciudad de los espejos (o espejismos) sería arrasada por el viento y desterrada de la memoria de los hombres en el instante en que Aureliano Babilonia acabara de descifrar los pergaminos, y que todo lo escrito en ellos era irrepetible desde siempre, porque las estirpes condenadas a cien años de soledad no tenían una segunda oportunidad sobre la tierra".
Macondo quiere ser sin duda un espejo de la realidad de cuanto ocurre no solamente en Colombia, sino en toda Sudamérica, que ha vivido en su soledad, aislada del resto del mundo, con el que sólo ha mantenido esporádicos contactos (los gitanos de Melquíades, que la conquistan a base de maravillas perfectamente comparables con los abalorios y chucherías de que siempre se sirvieron misioneros y conquistadores), pero todo esto tendría escaso valor si no contara con su extraordinaria fabulación, con toda esa magia que se confunde de continuo con la realidad, dando lugar a un mundo mítico creado mediante un lenguaje de gran fuerza expresiva.



Poematica del tiempo